A Budapest se suele llegar en avión. Sin embargo, el viaje en barco desde Viena o Bratislava o en tren desde Praga ayuda a calibrar la importancia del Danubio en la historia de las culturas que han germinado, luchado y convivido en sus orillas. Tras una truculenta historia que culmina con la invasión soviética y varias décadas de dictadura comunista, hoy la capital húngara vuelve a ser una de las ciudades más dinámicas y con mejor oferta cultural de Europa. La vitalidad artística recuerda sus mejores tiempos, como durante el primer impulso humanista del Renacimiento, auspiciado por el rey Matías Corvino; o en pleno apogeo del Imperio austrohúngaro; y durante los dulces años 1920 y 1930, cuando la vida intelectual hervía en Budapest. Ahora lucen de nuevo sus mejores galas tres focos intelectuales del pasado: el café Alexandra, con su estilo art nouveau y su librería, el veterano Astoria o el barroco e imponente New York. Muy cerca, el Café Gerbeaud sigue vendiendo los mejores mazapanes de la ciudad. Junto al Museo de la Palabra y a la plaza ajardinada de Károlyi kert, el Central ha recuperado el ambiente literario de antaño mientras que el Müvész, casi frente a la Ópera, conserva su esencia bohemia en plena avenida Andrassy. Los monumentos más emblemáticos de Bu­dapest pertenecen a la época imperial, aunque en su mayor parte fueron reconstruidos tras la Segunda Guerra Mundial. Los más reconocibles son el Parlamento neogótico, que por las noches, iluminado y majestuoso, parece flotar sobre su reflejo como un barco de piedra amarrado a los muelles del Danubio O el Puente de las Cadenas, cuya construcción finalizó en 1849, impulsada por el aristócrata István Széchenyi, artífice del florecimiento urbanístico de la ciudad a finales del siglo xix. Pero también llaman la atención la basílica de San Esteban en Pest, con su enorme cúpula, el bellísimo Museo de Artes Aplicadas, los otros puentes decimonónicos sobre el río o el perfil del castillo de Buda. Buda y Pest. El visitante se familiariza enseguida con esta dualidad. En 1873 se unificaron las tres ciudades que coexistían a orillas del Danubio: la comercial Pest en la extensa llanura de la margen oriental; la regia y cortesana Buda, sobre las colinas de la ribera occidental; y justo al norte de esta, Óbuda, heredera de Aquincum, el primer asentamiento romano, cuyo nombre en húngaro significa «vieja Buda» y que ha dado origen al gentilicio «aquincenses». Una de las mejores vistas se consiguen desde el Bastión de los Pescadores, en la colina del Castillo. Si se accede al atardecer –un funicular de época sube desde la plaza Clark Adam–, se contempla el Parlamento y el puente Margarita iluminados. El barrio del Castillo bien merece una caminata, por la tranquilidad de sus calles y paseos de ronda, por la delicada belleza de la Iglesia de Matías o por los museos del Castillo y el Palacio Real, como la Galería Nacional, de donde se sale con una noción más amplia del relato de la nación húngara. El puente de La Libertad (Szabadság híd) es quizás el más hermoso y elegante de los que se tienden sobre el Danubio en Budapest. Con su estructura de acero verde, es una recreación del original de 1896 que fue destruido por los alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Convendría reservarse una tarde para recorrer a pie toda la elegante avenida Andrássy y detener la vista en sus palacios y casas señoriales. Después, continuar más allá del nudo de transeúntes del Oktogon y pasear junto a los cafés, teatros, librerías y tiendas de la Milla de Oro hasta el edificio de la Ópera Nacional. O quizá desviarse hacia la plaza Liszt Ferenc –así llaman los húngaros a su artista más universal, siempre con el apellido delante, como es costumbre en el país– hasta la casa museo del compositor y su Academia de Música. Desde allí hay un corto paseo hasta la Gran Sinagoga, de aires bizantinos y rodeada por la animada vida nocturna del barrio judío, donde la música de los bares parece borrar los trágicos ecos de hace menos de un siglo. Al cruzar de nuevo el curso del Danubio se presentan varios itinerarios alternativos. Por ejemplo, acceder al pulmón verde de las colinas de Buda en el tren de cremallera de la línea 60 –en funcionamiento desde 1874– o en el telesilla desde Zugliget, para luego subir a la torre de Isabel en la colina János, con unas vistas memorables. La serena plaza Fo, los museos del palacio Zichy o la isla del astillero permiten vislumbrar la Óbuda del pasado. Más al norte espera el impresionante anfiteatro civil de Aquincum, la ciudad romana en la que Marco Aurelio escribió parte de sus Meditaciones en el siglo ii. En Budapest convergen la memoria de una Europa en conflicto y la renovada voluntad de celebración por todo lo que es aún bello y digno de ser vivido