La palabra Delfos posee tanto magnetismo que cuesta resistirse a él. Este gran enclave religioso de la Antigua Grecia ocupa un paraje de excepcional belleza en la ladera sur del Monte Parnaso (2457 m), la morada de Apolo y de las nueve musas, que ahora acoge también la mayor estación de esquí griega. Durante más de mil años, peregrinos procedentes de todo el Mediterráneo ascendían al santuario para consultar a su famoso oráculo tras desembarcar en el puerto de Cirra, 10 km al sur. Hoy resulta más común acceder desde el este por la autovía GR48 que conduce a Arájova, una acogedora aldea de montaña a casi mil metros de altitud. Zeus soltó un águila en cada extremo de la Tierra y las dos se encontraron junto a las Rocas Fedriadas de Delfos, indicando así donde se hallaba el ombligo del mundo, el vórtice que comunicaba el reino de los muertos, el de los hombres y el de los dioses. En verano la magnificencia del lugar se aprecia especialmente con el sol del amanecer, antes de que este gane altura en el cielo y el aparcamiento se llene de vehículos. Por eso es aconsejable dormir en Arájova o en un hotel del propio Delfos y encaminarse hacia el templo de Apolo en cuanto se abren las puertas del recinto. Delfos ocupa un anfiteatro escalonado entre las montañas y alberga varios templos, un teatro y el estadio donde tenían lugar los Juegos Píticos, que fueron originalmente competiciones poéticas y musicales antes que atléticas. Las dudas acerca de empezar el viaje por el Peloponeso visitando este destino ajeno a él se desvanencen al instante. Ya no es posible beber o purificarse a la antigua usanza en la fuente Castalia –el acceso está cerrado por peligro de desprendimientos–, como se hacía antes de consultar a la pitonisa. Pero Delfos sigue siendo un enclave reconfortante e inspirador. En el pórtico del templo de Apolo, máximas de los Sabios de Grecia –Conócete a ti mismo, Nada en exceso...– recibían al peregrino, destilando la esencia de la filosofía y el arte griego de vivir. Los hombres –las mujeres tenían prohibido consultar al oráculo– acudían buscando orientación ante una encrucijada vital. No se sabe a ciencia cierta cómo entraba en trance la pitonisa. ¿Los vapores de una grieta en la tierra hoy desaparecida, un preparado de hojas del laurel sagrado, el murmullo de un manantial subterráneo? En el II milenio a.C., Delfos acogía un santuario de la diosa Gea. Su hija, la serpiente Pitón, vivía en una gruta del Parnaso y custodiaba el oráculo hasta que Apolo la mató con sus flechas. Como penitencia por ese sacrilegio, instauró los Juegos Píticos; el espíritu del lugar habló entonces por boca de las pitonisas. La convergencia entre la energía telúrica (Gea, Pitón) y la conciencia solar (Apolo y sus flechas) marcó la nueva etapa. Hombres corrientes, filósofos o reyes tenían en cuenta los designios de la sibila. El último oráculo conocido fue todo un epitafio. A la pregunta de Juliano el Apóstata (331-361), el último emperador pagano, la respuesta fue: «Decid al rey que el hermoso edificio ha caído, que Apolo ya no tiene cabaña ni laurel profético, que el manantial se ha secado y que el agua que hablaba ha enmudecido». Y así fue, pues Teodosio I clausuró Delfos en el año 381. También ordenó talar el roble sagrado del oráculo de Dodona, mencionado en la Ilíada y la Odisea, donde el futuro se leía en el vuelo de sus hojas al caer. La nueva carretera que bordea el golfo de Corinto por el norte permite avanzar fluidamente rumbo a Patras. Desde 2004, un puente sobre el mar une el oeste del Peloponeso con el continente. En 1571, 40.000 personas murieron en esas aguas durante la Batalla de Lepanto. Se entra así en el Peloponeso por Patras, su mayor ciudad, famosa por su puerto y su carnaval, herencia del dominio veneciano. La fortaleza edificada sobre los restos de la Acrópolis brinda vistas magníficas del golfo de Corinto, con las islas de Itaca y Cefalonia al oeste. La Élide, una dulce campiña sembrada de hortalizas, arroz y algodón, anuncia la proximidad de Olimpia. El famoso santuario panhelénico donde se celebraron los Juegos Olímpicos durante doce siglos contrasta con la agreste verticalidad de Delfos. El espacio, suavemente ondulado, culmina en el monte Cronion (125 m). El pueblo desarrollado en torno al recinto es pequeño y tranquilo. Invita a pasear por sus calles o cenar al aire libre. Un puente sobre el río Kladeos marca la entrada en Olimpia. Los pinos y los otros árboles, como si fueran los supervivientes del bosque sagrado de Altis, envuelven con su verdor las bases de los templos o las esbeltas columnas. Nada impide correr descalzo en la recta olímpica a quien ose hacerlo. Aquí esculpió Fidias la estatua de Zeus de 12 m de alto, una de las maravillas del mundo antiguo. Hoy la estrella del museo es el Hermes con el niño Dioniso, atribuida a Praxiteles. La gran colección de armas expuestas en Olimpia revela el estrecho lazo entre guerra y deporte. El mes de Olimpiadas implicaba una tregua bélica y la clase militar no solía perderse las competiciones. El mito atribuye a Heracles el origen de los Juegos. Los instauró tras vengarse de Augías, rey de Élide, que se negó a pagarle lo convenido cuando limpió sus pestilentes establos desviando el curso del río Alfeo. Remontar el Alfeo permite adentrarse en la Arcadia. La frondosa región donde reinaba Pan, el semidiós de los pastores y los rebaños, es una madeja de aldeas encaramadas en crestas, entre cumbres que rondan o sobrepasan los 2000 m. Si el Peloponeso recuerda una mano con cuatro dedos extendidos, estamos en el corazón de su palma. Sería posible caminar semanas por este laberinto de sierras, bosques y senderos sin apenas ver el mar. Dimitsana, a cuyos pies se abren las gargantas del río Lousios, es un nido de águilas con impresionantes casas de piedra. En sus escuelas clandestinas estudiaron muchos de los que en 1821 lideraron la sublevación griega contra la dominación turca. Al monasterio de Prodromou, colgado en la pared de las gargantas del Lousios, solo se puede llegar andando. Entre descender desde el aparcamiento superior o ascender desde el cauce del Lou­sios, elegimos la segunda opción. El agua gélida y la tormenta que se fragua no incitan al baño. Pero el desfiladero es impresionante y el camino de mulas se encarama por un bosque rebosante de vida. Franqueamos el portón del monasterio a media tarde, justo cuando arranca el aguacero. Un monje nos recibe con el preceptivo loukoumi –dado de gelatina de aroma frutal rebozado en azúcar glas– y un café griego. Los balcones de madera asomados al abismo hacen pensar en el Monte Athos y hasta en el Potala tibetano. El enclave es extraordinario y el edificio se adhiere a la roca con la audacia de un escalador. Una diminuta capilla iluminada por un ventanuco alberga cráneos de monjes. Es acogedora y nos sentamos en ella en silencio. Reparo entonces en la hilera de hormigas que avanzan sobre el suelo de tablones. ¿Actuamos las personas a menudo de modo parecido? Media vida de aquí para allá, afanados en obtener y cargar bienes con que aprovisionar el nido. Al salir del monasterio la tormenta da paso a un sol inesperado. Desandamos el camino y descendemos en automóvil de las montañas rumbo a la Antigua Mesene. En sus exitosas batallas contra Esparta, la gran potencia del Peloponeso, Epaminondas fundó esta ciudad en el siglo iv a.C. y la fortificó con una muralla de 9 km. La convirtió en la capital de Mesenia, y redujo así en un tercio el territorio dominado por los espartanos. El encanto de Mesene radica en la excelente conservación de las ruinas –el estadio mantiene sus gradas, la muralla sigue en pie– y en la escasez de visitantes, lo que permite recorrerlas casi a solas. El monte Itome (805 m) pone el telón de fondo al sugestivo escenario. Por si fuera poco, el pueblo de Mavromati, pegado a Mesene, anima a alojarse en pensiones familiares, disfrutando de su atmósfera tranquila y su generosa fuente. Las costas del Peloponeso son en general accidentadas y rocosas, lo que otorga aún más valor a playas como la de Voidokilia, una exquisita media luna de arena pinzada entre dos poderosos promontorios. El azul de sus aguas podría tener un punto más caribeño que griego. Si no fuera por lo frecuentada que está en verano, dolería decirle adiós. Methoni es una agradable localidad playera próxima a la punta del primero de los dedos del Peloponeso. Su fortaleza veneciano-otomana y la cornisa en que se alza ofrecen una atalaya privilegiada para disfrutar de la puesta de sol. El segundo dedo del Peloponeso justificaría por sí solo un viaje. Posee la montaña más alta (el Taigeto, 2407 m, donde los espartanos sacrificaban a los recién nacidos con defectos físicos). Una costa salvaje, de aguas profundamente azules y calas solitarias, que culmina al sur en el cabo Matapán. Una población austera, independiente e individualista, que vivió organizada en clanes durante siglos y solía tomarse la justicia por su mano. Y por encima de todo ello, la monumentalidad del paisaje. Las cumbres grises y descarnadas que vertebran la península de Mani, azotadas por el viento, tienen su réplica arquitectónica en los centenares de torres fortificadas que salpican el territorio. De base cuadrada, estrechas y de 15 a 25 m de altura, poseen varias plantas a las que solo se accede mediante escalas o trampillas. A lo largo del siglo xx las torres se desmoronaban conforme aumentaba el éxodo en la región. Pero hoy se restauran con esmero y hasta algunas nuevas construcciones se inspiran en ellas. Ir de Kalamata, con su aeropuerto internacional, a Areópoli, la histórica capital de Mani, es como viajar en el tiempo. La carretera se abre paso trabajosamente al oeste del monte Taigeto y solo en contadas ocasiones desciende al nivel del mar. Depara entonces lugares magníficos para zambullirse en aguas cristalinas: Kardamili, Stoupa, Trahila, la costa entre Gerolimenas y Kapi... Patrimonio de la Humanidad desde 1989, la ciudad fortificada de Mistrás fue la capital del Despotado de Morea, establecido tras la toma de Bizancio en la Cuarta Cruzada. Cuando Miguel VIII reconquistó Constantinopla, Mistrás pasó a ser la segunda ciudad del imperio y un foco de la cultura bizantina, ejerciendo una gran influencia en el Renacimiento italiano. De sus dos siglos de corta e intensa vida, conserva el castillo y el palacio de los Déspotas, junto a una preciada colección de iglesias y complejos monásticos, como el de Pantanassa La transparencia de las aguas de la bahía de Limeni nos cautivó. Su gran profundidad –los paredones de las montañas se prolongan bajo el mar– y la ausencia habitual de oleaje aumentan asombrosamente la visibilidad. Baño tras baño, era un deleite flotar contemplando el desfile de peces sobre el abismo azul. Limeni se halla a solo 5 km de Areópolis. Las casas de piedra del viejo puerto son hoy pequeños hoteles muy solicitados. Destaca la del jefe de clan Petros Mavromichalis, que en el siglo xix lideró la revuelta de Mani contra los turcos. Monemvasía es la joya del tercer dedo del Peloponeso. Su nombre significa «entrada única», puesto que solo una estrecha barra de tierra permite acceder al promontorio de 300 m en que se asienta. El mar bate con fuerza los farallones y refuerza lo inexpugnable del lugar. Este legendario reducto bizantino y veneciano presenta una pequeña ciudad amurallada enteramente cerrada al tráfico y una ciudadela que corona el flan rocoso. La parte baja es un dédalo de callejuelas sinuosas plenas de encanto, con tiendas y restaurantes diminutos y diversas iglesias. Conviene ascender a la ciudadela en las horas menos calurosas y disponer de un calzado con buena suela. Las rampas empedradas están tan pulidas que resultan resbaladizas, sobre todo bajando. La montañosa Arcadia se asoma al mar por el este y no pierde su carácter. Entre Skala y Leonidio la ruta remonta un boscoso puerto de 1300 m. Luego desciende al singular monasterio de Elonis, encastrado en la pared, antes de adentrarse en las gargantas del río Dafnon. Nauplia, primera capital de la Grecia moderna, es también la ciudad más elegante del Peloponeso. Da gusto pasear por sus calles enlosadas de mármol, tentados ante la oferta gastronómica y el despliegue de boutiques. Las fortalezas de Palamedes y Acronauplia defienden su famoso puerto, donde el castillo Bourdti parece flotar sobre las aguas. Murallas de entre 3 y 8 m de espesor, la ciclópea Puerta de los Leones y la tumba de Atreo testimonian el poder de Micenas. Los aqueos, un pueblo indoeuropeo, trajeron consigo la doma del caballo, el carro de guerra y las espadas largas de bronce –¡que tiemble Troya!–. Tomaron el relevo de Creta, posiblemente una vez que el estallido del volcán de Santorini arruinó la civilización minoica en el siglo xvii o xvi a.C. A Delfos se acudía en pos de consejo; a Epidauro, para recuperar la salud. Desde el siglo vi a.C. en este santuario se rendía culto a Asclepio, dios de la medicina. Tras realizar los sacrificios rituales, el enfermo dormía en un recinto donde el sueño propiciaba la sanación o mostraba la senda para lograrla. Por la mañana, los servidores del templo le escuchaban y le asistían con dieta, plantas, baños, masajes... Epidauro vivió su esplendor en los siglos iv y iii a.C. Las tragedias representadas en el impresionante teatro, con una acústica extraordinaria y aforo para 14.000 personas, también contribuían a la curación, pues, como señaló Aristóteles, facilitaban la catarsis de las pasiones al verlas proyectadas en la escena. La vuelta al Peloponeso tocaba a su fin. Habíamos visto paisajes de fábula en la costa y el interior, santuarios antiguos y modernos, capitales poderosas y humildes aldeas, donde viven personas de corazón amable. No se podía pedir más. O quizá sí: tiempo para integrar lo aprendido... y viajar otra vez a Grecia. _ Este reportaje está incluido en el número especial Rutas por Europa. Puedes comprarlo en este enlace o suscribirte a Viajes National Geographic.