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La primera ciudad olímpica
La Élide, una dulce campiña sembrada de hortalizas, arroz y algodón, anuncia la proximidad de Olimpia. El famoso santuario panhelénico donde se celebraron los Juegos Olímpicos durante doce siglos contrasta con la agreste verticalidad de Delfos. El espacio, suavemente ondulado, culmina en el monte Cronion (125 m). El pueblo desarrollado en torno al recinto es pequeño y tranquilo. Invita a pasear por sus calles o cenar al aire libre.
Un puente sobre el río Kladeos marca la entrada en Olimpia. Los pinos y los otros árboles, como si fueran los supervivientes del bosque sagrado de Altis, envuelven con su verdor las bases de los templos o las esbeltas columnas. Nada impide correr descalzo en la recta olímpica a quien ose hacerlo.
Aquí esculpió Fidias la estatua de Zeus de 12 m de alto, una de las maravillas del mundo antiguo. Hoy la estrella del museo es el Hermes con el niño Dioniso, atribuida a Praxiteles. La gran colección de armas expuestas en Olimpia revela el estrecho lazo entre guerra y deporte. El mes de Olimpiadas implicaba una tregua bélica y la clase militar no solía perderse las competiciones.
El mito atribuye a Heracles el origen de los Juegos. Los instauró tras vengarse de Augías, rey de Élide, que se negó a pagarle lo convenido cuando limpió sus pestilentes establos desviando el curso del río Alfeo.
Remontar el Alfeo permite adentrarse en la Arcadia. La frondosa región donde reinaba Pan, el semidiós de los pastores y los rebaños, es una madeja de aldeas encaramadas en crestas, entre cumbres que rondan o sobrepasan los 2000 m. Si el Peloponeso recuerda una mano con cuatro dedos extendidos, estamos en el corazón de su palma. Sería posible caminar semanas por este laberinto de sierras, bosques y senderos sin apenas ver el mar.