Asun Luján
Periodista redactora de Viajes National Geographic

Pocos lugares del mundo poseen una entrada tan sugestiva como ciudad arqueológica jordana de Petra. Los nabateos la convirtieron en su capital en el siglo VI a.C., cuando era un vergel oculto que ofrecía agua y refugio. El desfiladero del Siq, su increíble prólogo, la protegía de los invasores. Recorrerlo hoy es como entrar en un túnel del tiempo por el que antaño transitaron caravanas de especias, romanos y exploradores europeos.
Si de día la ciudad estimula los sentidos y la imaginación, de noche su misterio y belleza nos enmudecen. El camino que atraviesa las pétreas paredes se va iluminando con farolillos que parecen invitarnos a penetrar en él. La angosta garganta se abre como un telón al llegar frente a El Tesoro. A sus pies un manto de velas reverbera sobre la fachada labrada en la roca. ¿Tumba, mausoleo, templo? Dicen que su nombre alude a un tesoro perdido, pero su función es aún un secreto, ya que tras ella solo hay un interior vacío.
Durante la visita nocturna no se puede ir más allá de El Tesoro, pero tampoco apetece, sentado en el suelo viendo el reflejo de las velas y la asombrosa luminosidad del cielo del desierto jordano cuajado de estrellas. Un té hace entrar en calor, mientras se escuchan las historias y leyendas que narra el guía beduino. Todo acaba con melodías tradicionales. Poco a poco la gente abandona la explanada, mientras la vivencia queda grabada en la memoria.