Titanes de piedra

Los Pirineos de Huesca, una galaxia montañera para un verano entre cumbres

Un viaje desde los Mallos de Riglo al techo de la cordillera: la cumbre del Aneto.

El Pirineo aragonés conforma el sector más formidable de la cordillera. Constituye una frontera pétrea en apariencia impenetrable, pues allí se encuentran las montañas más altas, unos titanes de roca que vigilan diminutos y pueblos que se han atrevido a apostarse en un clima y un territorio exigentes. El resultado son hitos que se encuentran en las maravillas naturales más espectaculares de España.

Se diría que en el Pirineo aragonés, cuando se deciden a colocar una puerta, esta debe ser recia y marcar claramente un límite. Es la señal de que detrás de ella se guardan los tesoros de la familia. Así se explica que la escogida para señalizar dónde se acaba la Hoya de Huesca y comienza el territorio definitivamente montano sean unas mamparas de piedra conglomerada de 275 m de alto. Se levantan como guardianes enhiestos y anuncian que, una vez los traspase, el viajero entrará en un mundo diferente, el de las alturas, los grandes colosos pirenaicos, las selvas ocupadas por osos y urogallos, los pueblos arrebujados a la orilla de ríos frenéticos.

Mallos de Riglos
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Los Mallos de Riglos, la estrella del Pirineo aragonés

La primera visión de los Mallos de Riglos pasma, especialmente si se llega desde el sur con el voluntarioso tren Canfranero. En uno de los pocos tramos donde al maltratado río Gállego no le han puesto una presa como bozal, el curso fluvial se mueve piripi con unas eses revoltosas y se dirige resueltamente hacia las puertas de piedra. Al pie de los farallones, el pequeño pueblo de Riglos se enrosca como lo hace un perro cuando echa una cabezadita, en el rincón más resguardado. En Aragón resulta habitual oír que una persona alta y fuerte es «como un mallo». El río Gállego y el trazado del tren separan sus destinos en el embalse de La Peña, orillando la población de Triste, por si el topónimo fuera presagioso.

 

San Juan de la Peña
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SAN JUAN DE LA PEÑA

Cuando se llega a la explanada del monasterio nuevo de San Juan de la Peña, persisten las mismas rocas que en Riglos, que tienen 35 millones de años de edad. Pero están ocultas, alfombradas por un espeso bosque de pinos que solo deja a la vista la construcción barroca, lugar de entrada para visitar uno de los enclaves religiosos troglodíticos más bellos de Europa. Hay que seguir un senderito que parece ser la bajada al «sótano» para dar con el monasterio viejo, que se aloja, como su nombre indica, a resguardo de una roca enorme, redondeada, que amenaza igual que protege. Allí, hace mil años, se alzó esta construcción que va aprovechando los resquicios de la piedra para instalar los oratorios, las estancias de los monjes y un claustro románico en el que, como en tantos otros, se pueden leer escenas bíblicas y leyendas en sus capiteles.

Los visitantes de San Juan de la Peña se dejan calar por la humedad casi sólida del ambiente y recorren el panteón real de los primeros monarcas aragoneses. Sobre todo, buscan una urnita transparente que encierra una copa de piedra carmesí de Calcedonia engastada en unas asas de oro. Es la copia del Santo Grial que durante siglos estuvo aquí escondido antes de alojarse, definitivamente, en la catedral de Valencia previo paso por la Aljafería zaragozana. Resulta difícil no creer esa historia en un entorno tan intrigante.

Los visitantes de San Juan de la Peña se dejan calar por la humedad casi sólida del ambiente y recorren el panteón real de los primeros monarcas aragoneses. Sobre todo, buscan una urnita transparente que encierra una copa de piedra carmesí de Calcedonia engastada en unas asas de oro. Es la copia del Santo Grial que durante siglos estuvo aquí escondido antes de alojarse, definitivamente, en la catedral de Valencia previo paso por la Aljafería zaragozana. Resulta difícil no creer esa historia en un entorno tan intrigante.

Cuando se sale de las catacumbas hacia la luminosidad de la superficie, aparecen como puntos de orientación el monte Cuculo y la Peña Oroel. Si se tienen ganas de cantar, hay que dirigirse hacia la cercana ermita de la Virgen de la Cueva, oratorio rupestre que usa como pila bautismal un cuenco excavado en la roca viva y cuya agua bendita es la más bendita de las aguas: la que surge gota a gota del interior de la tierra.

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Ansó y Hecho

En el confín fronterizo con Navarra están Ansó y Hecho. Aquí aprenderemos que los valles del Pirineo central se organizan tomando como columna vertebral un río que circula de norte a sur, lo que no hace sencilla la comunicación entre vecinos.

Ansó está bañado por el Veral; y Hecho, por el Aragón Subordán. Son dos pueblos orgullosos de haber preservado razonablemente su arquitectura tradicional, con pocas interferencias de la masiva construcción que se ha impuesto en la mayoría de la cordillera. Las casas culminan en chimeneas corpulentas de hasta tres metros de alto y cubiertas para evitar la entrada de la nieve… y de las brujas que suelen sobrevolar estos lares.

Tan tradicionales son ansotanos y chesos que adoran sus trajes folclóricos hasta el punto de tener un museo dedicado a ellos y una festividad en la que todo el mundo sale a la calle engalanado con algunas de sus 14 vestimentas clásicas, cada una para una función determinada. Hasta el año 1992 hubo vecinos que las vistieron a diario. Además, se conservan en Ansó y Hecho las variantes dialectales de la fabla aragonesa, y aún son habladas por los mayores, que la cuidan como el dodo lingüístico que es.

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Parque Natural de los Valles Occidentales

Desde Hecho hacia el norte aparece el pueblo de Siresa y su esplendoroso monasterio de San Pedro, que clava sus lejanos orígenes en el siglo ix. Más allá ya solo queda introducirse en el Parque Natural de los Valles Occidentales, el reino del oso y el quebrantahuesos. Un lugar donde igual encontramos los intimidantes fantasmas pétreos de la Sierra de Alano que la relajante serpiente líquida de Agua Tuerta, un llano por el que culebrea el recién nacido río Aragón Subordán.

Uno de los dólmenes mejor conservados de la comunidad autónoma señala que este enclave a 1.610 m de altitud ya se consideraba privilegiado en tiempos prehistóricos. Lógico, una gran llanura verde en la que un río naranja holgazanea entre un anfiteatro de montañas, una belleza inmoderada.

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El río Gállego y el valle de Tena

Al nordeste de Jaca reencontramos a un viejo conocido, el río Gállego. Articula el valle de Tena, aunque haya sido estancado dos veces, con los embalses de Búbal y Lanuza (en la imagen). En este último pueblo se ha demostrado que revertir los daños afectivos causados por la construcción de un pantano es posible, y una localidad sentenciada a muerte ha revivido por el empeño de sus antiguos moradores.

En Tramacastilla de Tena las inmobiliarias no han temido a la historia local. Aquí se produjo, entre 1637 y 1642, el mayor proceso inquisitorial contra brujas de la historia, y 72 mujeres fueron ejecutadas por posesión demoniaca. Eso no ha hecho pestañear a quienes en las últimas décadas han multiplicado el núcleo urbano, modificando definitivamente un estilo de vida ligado a la ganadería de montaña.

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Panticosa, montañas ideales

Al nordeste de Jaca reencontramos a un viejo conocido, el río Gállego. Articula el valle de Tena, aunque haya sido estancado dos veces, con los embalses de Búbal y Lanuza (en la imagen). En este último pueblo se ha demostrado que revertir los daños afectivos causados por la construcción de un pantano es posible, y una localidad sentenciada a muerte ha revivido por el empeño de sus antiguos moradores.

 

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En Tramacastilla de Tena las inmobiliarias no han temido a la historia local. Aquí se produjo, entre 1637 y 1642, el mayor proceso inquisitorial contra brujas de la historia, y 72 mujeres fueron ejecutadas por posesión demoniaca. Eso no ha hecho pestañear a quienes en las últimas décadas han multiplicado el núcleo urbano, modificando definitivamente un estilo de vida ligado a la ganadería de montaña.

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Tozal del Mallo

A Ordesa llegan senderistas, montañeros y mirones en general para extasiarse ante los más efectistas parajes del Pirineo de Huesca. En la propia Pradera de Ordesa, donde suelen comenzar tantas excursiones, el Tozal del Mallo compensa sus modestos 2280 m con una verticalidad literal, con una pared picada de viruela, una especie de guardia de Buckingham que parece advertir a los recién llegados de que las normas del parque nacional están para cumplirlas.

A partir de ese punto, montones de visitantes vestidos de colores se esparcen a la búsqueda de aventuras modestas, como alcanzar la sedosa cascada de Cola de Caballo o afrontar retos más extenuantes como agenciarse la cumbre del Monte Perdido (3355 m), el macizo calcáreo más alto de Europa que fue bautizado así por los franceses, a los que les parecía que esas montañas estaban en el quinto cuerno.

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Ordesa y sus 'greatest hits'

El parque es ya más que centenario y Patrimonio de la Humanidad, y ofrece excursiones para cualquier gusto. Los que no teman tener un hueco mareante bajo sus pies podrán adentrarse por los pasos de clavijas como el de Cotatuero, en que la verticalidad de la pared se salva agarrado a unos bellotes que sirven de pasarela hacia la adrenalina. Quienes no se vean tan valientes pero deseen caminar por una pasarela de piedra con cañones bajo los pies y cielos que sobrevuelan quebrantahuesos, tienen las fajas de Pelay o las Flores. Son maneras de imbuirse de los paisajes de Ordesa y comprender por qué este parque es la estrella hollywoodiense de los Pirineos centrales, más dramático cuanto más se asciende.

Si se buscan escenarios geológicos que se mezclan casi con lo incomprensible, hay que pasar de largo el refugio de Góriz y continuar hasta la Brecha de Roland, incisión en la cresta pirenaica que separa Ordesa del circo de Gavarnie, en Francia, sajada por la espada legendaria de un caballero medieval. Poco antes de esta puerta ventosa se halla la cueva helada de Casteret, donde la temperatura constante de O ºC y la circulación de aire han creado cataratas, un lago y un río de agua solidificada. Ahora ya no se puede entrar en ella, para su protección, y por eso una reja alta como una persona la cierra, a la increíble altitud de 2660 m.

 

Ordesa tiene cuatro valles principales: el del río Arazas, con cascadas cuya violencia no viene a cuento en un entorno tan relajante; Añisclo, con el río Bellós, el más cerrado; Pineta, un balcón sobre el curso alto del Cinca; y Escuaín, con las pozas del río Yaga tentando. Todo ello ofrece una cantidad de exploraciones sin fin, un atracón de belleza pirenaica. Pero los más glotones siempre se guardan un huequito para el postre: Aínsa y San Juan de Toledo de Lanata.

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Aínsa medieval

Los pirineístas que deambulan por el norte oscense bajan desde Ordesa hasta Aínsa y se entretienen en su plaza Mayor, donde comprueban que también existe la perfección tallada por la mano del hombre. Tal vez se detengan en la recóndita iglesita de San Juan de Toledo de Lanata, en la que los frescos medievales recuerdan que el infierno no es el mejor sitio para reservar unas vacaciones. Pero ya enseguida remontan hacia el último de los valles pirenaicos aragoneses, en el extremo oriental. Es para degustar lo más dulce.

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El aneto

No hay montañero que no haya anotado en su carnet de objetivos subir al Aneto (3404 m), el pico más alto de la cordillera. Se planta uno en Benasque y puede dedicarse a hacer algo el bon vivant, aprovechándose de sus alojamientos, restaurantes y comercios de equipamiento deportivo. Pero solo será el preámbulo de meter el pie en el Parque Natural de Posets y Maladeta e ignorar que a estas montañas se las bautizara como «malditas» por ser domicilio del mismísimo Belcebú.

 

Los glaciares más altos de los Pirineos –en regresión, como todos los del mundo– se hallan aquí. También ibones como los de Cregüeña, Coronas, Llosás o Ballibierna, que se antojan aperitivos paisajísticos antes de abordar la ascensión del Posets (3369 m) o el codiciado Aneto. Nadie, en las reuniones vespertinas previas en los refugios, deja de hablar del Puente de Mahoma.

La afilada cresta de 40 m de longitud que se erige como último obstáculo antes de la cima del Aneto es un paso bautizado por Albert de Franqueville, el primero en acceder a la cima en 1842. Lo describió tomando una referencia coránica: «más fino que un pelo, más afilado que un sable, los hombres buenos lo pasan rápido y los réprobos caen al infierno». Pero solo es un último peldaño enojoso, luego se abraza la enorme cruz metálica que corona el punto más alto y se tiene una visión de los dos lados de la frontera, con la cordillera entera bajo las suelas de las botas que le hacen a uno sentirse un semidiós.

 

Al descender, cruzándose con algún ave de porcelana como la perdiz nival, el viajero estará ya planeando su siguiente viaje pirenaico. Lo más seguro es que se dedique a recapitular sobre las etapas experimentadas en este rincón septentrional de Aragón donde se entreveran con perfección los paisajes más espectaculares, los ríos más bellos, los cañones más angostos y los pueblos más encantadores con una naturalidad turbadora