A mediados del siglo I d.C., Tarraco contaba ya con todo lo necesario para mostrar la dignitas que le correspondía como capital de la Hispania Citerior. Pero aún faltaba un detalle: un anfiteatro, finalmente financiado por un sacerdote imperial a inicios del siglo II d.C. Hoy es uno de los elementos más emblemáticos del patrimonio arqueológico de la provincia de Tarragona.
Traspasar la antigua muralla es iniciar un viaje en el tiempo a aquella otra ciudad que el emperador Augusto elevó a mito urbano. Tarraco pervive con la ciudad actual como en esas ilusiones ópticas que confunden los sentidos y según cómo se miren, muestran una cosa u otra, un pato o un conejo, una calavera o una doncella: la ciudad antigua o la moderna. Al callejear por el entramado histórico de calles, se cruza uno con rutinas cotidianas que se desarrollan entre vestigios arqueológicos visibles a simple vista.