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Turismo en equilibrio dual
Menorca podría flotar lejos de sus hermanas baleares y no echarlas en falta. De carácter independiente, esta isla de epidermis verde se asoma al mar desde acantilados y calas turquesas. La singularidad de Menorca no reside tanto en el paisaje como en el equilibrio entre turismo y protección de la naturaleza que mantiene desde hace décadas gracias a la defensa activa que practican sus habitantes. Medioambiente y economía, mundo agrícola y tradición pescadora, la costa norte y la sur, Maó y Ciutadella, inviernos silenciosos y veranos festivos… La dualidad forma parte de la isla como un signo de armonía. Lo uno no puede existir sin lo otro.
A merced de los vientos
Lo primero que se aprende en Menorca es a estar pendiente del viento. Los días que sopla del norte son estupendos para contemplar el embate de la olas, mientras que hay que dirigirse al sur si lo que se busca es un mar tranquilo y limpio. Con esta lección aprendida, el visitante empieza a pensar que ya conoce la isla, pero todavía le queda un largo trecho: a dónde van esos caminos entre muros que parecen no tener fin, qué calas tienen sombra, dónde se venden las mejores sobrasadas y ensaimadas, o qué significa «idó» esa expresión que los menorquines cuelan en todas las frases. Son misterios que en realidad se resuelven con el tradicional método viajero de la conversación sin prisas.
El cabo de los romanos
Uno de los secretos más compartidos son los lugares con las mejores vistas: al borde de los faros, por supuesto. El del cabo Cavalleria (en la imagen) es la avanzadilla norte de la isla, allí donde los vientos y las mareas alcanzan Menorca sin intermediarios, y también donde más naves han naufragado a lo largo de los siglos. Entre Cavalleria y Punta Nati, el extremo noroeste de la isla, se estira una línea de acantilados con rocas cortantes, peñascos que caen a pico o que se han desmoronado y ahora revelan dientes ocultos entre las olas.
Cuando el mar está en calma, navegar por esta costa norte sorprende con rincones insólitos: grutas que se adentran bajo las faldas de la isla, playas de arena dorada y calas recogidas tierra adentro que ya aparecían señalados en los mapas antiguos como puertos seguros. El de Sanitja, en el cabo de Cavalleria, fue fundado por los romanos, como demuestran los restos de Sanisera, una de las tres ciudades que el Imperio fundó en la isla
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Cala Morell: un hallazgo rupestre
Cala Morell, cerca de Punta Nati, es otro puerto del norte inmune a la tramontana que ya conocían los primeros isleños, pues cerca se han hallado vestigios de un poblado de la Edad del Bronce y una necrópolis con 17 grutas excavadas. El acceso desde el mar es un pasaje flanqueado por altos muros de roca; desde tierra, la breve playa de cala Morell, con las barcas meciéndose y las plataformas cubiertas de coloridas toallas en verano se divisa al final de un descenso de curvas por carretera, o bien al cabo de unas escaleras empinadas que se convierten en un martirio bajo el sol estival.
Pregonda y otras calas norteñas
El norte se reserva también remansos de paz en forma de oasis de arena cálida, dorada y gruesa que se alcanzan a pie. Cala Pilar, Pregonda, Binimel·là, Cavalleria, cala Mica o las dos playas de La Vall o de Algaiarens (Es Tancats y Es Bot), integradas dentro de un Área Natural de Especial Interés que también incluye un humedal, un bosque y una zona agrícola.
Fornells, única en el norte
Fornells es la única población de la costa norte. Al abrigo de una larga bahía, las barcas y las casas blancas enroscadas en torno a su iglesia llevan siglos resistiendo temporales. En la orilla opuesta de la larga ensenada se abren varias playitas accesibles en barca, mientras que al vértice, de muy poca profundidad, solo se puede llegar remando en canoa o en paddlesurf. Un día cualquiera de verano, decenas de velas puntean la laguna: se ven windsurfs y también barcas de vela latina que salen del puerto a esa velocidad tan isleña que permite contemplar el paisaje, comer y saludar sin despeinarse, mientras las lanchas más potentes dejan atrás una estela de olas y espuma blanca.
Un plato por el que peregrinar
Fornells se hizo famosa hace décadas por su caldereta de llagosta, una sopa densa y sabrosa como todos los platos de pescadores. Pero también es posible degustar otras recetas tradicionales, deliciosas por su sencillez y por el uso de hortalizas, frutas y carnes de la isla, lo que ahora se llama Kilómetro Cero. Esta cocina de proximidad es otro de los grandes atractivos de Menorca. Chefs que han abierto su propio restaurante, mesones de toda la vida, alojamientos rurales y hoteles no dudan en proclamar la calidad de las berenjenas, pimientos, tomates, calabacines, cebollas y frutas 100% menorquinas; y también de la miel, la mantequilla, el aceite de oliva e incluso el vino, una producción pequeña que está recuperando las cepas cultivadas antiguamente.
A diferencia de la sobrasada de Menorca, el queso de vaca de la isla sí que tiene Denominación de Origen, de Mahón. Lo hay fresco, tierno y varias gradaciones de seco que van parejas a la intensidad del sabor y a ese toque salado que dicen que da la tramontana a los pastos cuando sopla con fuerza y transporta las gotas de mar tierra adentro.
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Una cita en Mercadal
Mercadal, en el interior, a 9 km de Fornells, es el verdadero núcleo de la zona. Su nombre ya da pistas acerca de su función como encrucijada comercial. El Torrent de l’Arpa atraviesa el núcleo de norte a sur y se cruza con el Carrer d’Enmig, eje del centro peatonal. En verano esta calle, el Carrer Nou y el Carrer Major se llenan de paseantes que acuden al mercado callejero, se sientan en las terrazas o hacen pacientemente cola en Cas Sucrer, confitería famosa por sus dulces de almendra o avellana (amargos, tatis) y por sus ensaimadas de crema, chocolate o sobrasada.
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El monte más alto de la isla
El monte Toro, la máxima cumbre de la isla, domina las vistas de Mercadal y de toda la isla. Desde su mirador a 258 m y accesible en coche, se observan los campos de cultivo cuarteados por muros de piedra seca y los llocs, las fincas agrícolas, blancas, aupadas sobre alguna colina. En primavera la hierba es verde y en pleno verano casi ni la hay. Lo que no cambia de aspecto es la carretera nacional, que cruza la isla de este a oeste y que, desde Mercadal, tienta con tomar rumbo a Maó/Mahón o bien a Ciutadella. Me decido por esta última para así, de paso, entrar en Ferreries, localidad dedicada en cuerpo y alma a la producción de zapatos y, sobre todo, de abarcas, esa sandalia de piel y suela de neumático que aquí lleva todo el mundo. Compro una ensaimada en el Forn Can Marc que me sabe a gloria y sigo hacia Ciutadella.
Hallazgos en la primera capital
Capital de la isla hasta que los británicos la trasladaron a Maó en 1722, Ciutadella mantiene el aire señorial en sus edificios de piedra marés, porosa y blanca reluciente, en sus palacios y en su catedral, erigida sobre la mezquita del siglo x, de la que ya solo queda el minarete, transformado en campanario. La visita guiada permite subir hasta la altura de las gárgolas y contemplar la ciudad como un plano tridimensional que se despliega bajo el refulgente blanco de la piedra marés, con la ropa tendida en los terrados, las torres de las muchas iglesias y conventos, los patios de las casas señoriales y la larga lengua del puerto, con la muralla a un lado y el vaivén de los barcos amarrados.
En Can Saura, un palacio del xvii restaurado y reabierto en 2019 como sede del Museo Municipal, se comprueba que la Ciutadella de hoy se levanta sobre una árabe que, a su vez, aprovechó las construcciones y el trazado de la época romana. La exposición y los restos arqueológicos del subsuelo muestran no solo las diferentes civilizaciones que poblaron la ciudad, sino también la isla.
Yacimientos para todos los gustos
Porque Menorca ha tenido muchas vidas y las recuerda todas. Más de 1500 yacimientos repartidos por la costa y el interior hablan de pueblos que vivían de la agricultura y el pastoreo, que veneraban a sus muertos y los enterraban ceremoniosamente en grutas junto al mar, bajo pesadas losas o dentro de construcciones con forma de nave invertida. La Naveta des Tudons, los poblados talayóticos de la Torre d’en Galmés o del Trepucó, la necrópolis de la Edad del Bronce de Cala Morell, las cien cuevas excavadas en la roca de Cales Coves o las muescas de época romana de las canteras de s’Hostal, en las afueras de Ciutadella, son algunas de las muestras más significativas del patrimonio arqueológico de la isla.
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El litoral de las rocas blancas
El sur de Menorca podría decirse que empieza en el Cap d’Artrutx, indispensable para contemplar la puesta de sol. A diferencia del paisaje solitario, expuesto a los cuatro vientos, de tierra sembrada de rocas y barracas de piedra seca que rodean el faro de Punta Nati , el de Artrutx se alza en una zona urbanizada con casitas bajas que se asoman a acantilados.
A partir de aquí el litoral se viste de roca blanca, pinos que casi besan el agua y calas de aguas turquesas. En algunas desembocan barrancos espectaculares que ofrecen caminatas entre bosques y cultivos. El de Algendar, por ejemplo, que empieza en Ferreries y alcanza Cala Galdana (en la imagen), o el de Son Fideu, un paraíso donde anidan alimoches situado también en el municipio de Ferreries; o el de Trebalúger, que desemboca en un arenal que solo se alcanza a pie o en barca.
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Más que calas, santuarios
El sur guarda las playas que más fama han dado a la isla: Macarella y Macarelleta, Son Saura y Turqueta, preservadas de la urbanización que acabó con la imagen natural de calas próximas a Maó, y desde hace unos años, cerradas a los automóviles en verano. Están unidas por el Camí de Cavalls, que da la vuelta a la isla en 185 km y hasta 20 etapas. La senda que servía para vigilar el horizonte es hoy un imán para los viajeros que, a pie o en bicicleta, disfrutan palpando el territorio, descubriendo los pliegues del terreno, los recovecos que abre el mar entre las rocas, las plantas que crecen entre las dunas…
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Un camino para unir todas las calas
El Camí de Cavalls también se puede seguir por tramos. El de Cala Galdana a Sant Tomàs pasa por cala Mitjana, cruza un bosque y recompensa con un chapuzón final en la playa de Binigaus o con un plato de pescado en la terraza del chiringuito Es Bruc de Sant Tomàs. Los temporales de los últimos años han hecho retroceder la franja de arena y ahora queda menos espacio para las toallas, pero quién quiere tenderse al sol con aguas tan transparentes y llenas de vida acuática. Aquí y allá se ve chapotear a alguien con aletas, tubo y gafas de buceo, sobre todo cerca del islote de Binicodrell. Por encima del muro de piedra seca que bordea la playa, a veces se asoman caballos de raza menorquina, y entonces los niños abandonan sus juegos y corren a darles trozos de pan.
Más allá de Sant Tomàs, el Camí de Cavalls avanza encajado entre el mar y los campos de una finca hasta alcanzar la pequeña y tranquila playa de Talis o Atalis; después se extiende el largo y blanco arenal de Son Bou como una frontera entre la costa cercana a Ciutadella y la próxima a Maó. Los muretes de piedra delimitan campos y encauzan caminos. Resulta entretenido dejarse llevar por estas carreteras de giros inesperados y el espacio justo para pasar un coche y medio. Muchas conducen a playas –las que están indicadas–, pero algunas acaban frente a verjas de propiedades privadas que aún crían ganado o que se han transformado en alojamientos rurales.
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La cueva más famosa (y animada) de la isla
Desde Alaior y Sant Lluís –fundado por los franceses durante su breve dominio de 1707 a 1708– se accede a una gran variedad de playas. Algunas ocupan el fondo de brazos de mar que se adentran entre muros de gran altura, como Cala’n Porter, donde se halla la famosa Cova d’en Xoroi, protagonista de una leyenda y, desde los años 60, acondicionada como bar de copas. Otras apenas son un mordisco de arena con un pequeño muelle de pescadores entre casitas bajas y nombres que recuerdan su origen morisco: Binidalí, Binibèquer, Binisafúller... Cerca de esta última se localiza una pecera gigantesca que recibe el sugerente nombre de Ses Olles (las ollas). Protegida por el Cap d’en Butifarra y los islotes de Marçal, esta caldera concentra una increíble cantidad de peces. Desde las rocas los bañistas se zambullen una y otra vez para ver obladas, sarpallones, salmonetes o castañuelas que nadan con descaro entre los pies.
Un paseo por uno de los puertos naturales más largos del mundo
Si la tarde nos pilla en Maó, estamos en el lugar adecuado. La capital menorquina seduce al instante con el ambiente de sus plazas y calles, las vistas del puerto y su oferta gastronómica y artística, con palacios transformados en centros culturales como Can Oliver, del siglo xviii. Por la mañana es imprescindible dar una vuelta por el mercado del Claustre del Carme, desayunar una ensaimada entre sus arcos y merodear entre los puestos de hortalizas y de pescado. Las noches de verano invitan a pasear por la cuadrícula de Es Castell, llegar a Cales Fonts, el antiguo muelle de pescadores, y sentarse en una terraza a cenar.
El de Maó es uno de los puertos naturales más largos del mundo. Los británicos vieron aquí un enclave seguro para sus navíos y para los buques mercantes, trasladaron a él la capital y construyeron colosales edificios militares que dominan todas las vistas: el Fuerte Marlborough, el Castillo de San Felipe (origen de Es Castell) o el hospital militar de la Isla del Rey, un enclave protegido que en julio de 2021 estrenará el centro de arte de vanguardia Hauser & Wirth.
Sa Mesquida, la protegida
La playa de Sa Mesquida es una de las más cercanas a la capital menorquina. Y también de las más bonitas. La carretera que conduce a ella parece que quiere despistarnos: cruza al otro lado del largo puerto mahonés, esquiva unas instalaciones militares y, aparece de pronto en la antigua aldea de pescadores. Hay que dejar el coche bastante antes de tocar la arena, una medida para preservar la vegetación de dunas que la rodea. La playa de arena está orientada al este, pero tiene una hermana de cantos rodados que mira al norte y tiene ese aspecto indómito de las calas que reciben la tramontana.
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El gran humedal de Menorca
En esta costa oriental se hallan dos de los tesoros naturales de Menorca: la albufera de Es Grau y el cabo Favàritx. Después de andar por playas de arena o de roca, alcanzar faros remotos y bordear acantilados, el Parque Natural de S’Albufera des Grau aporta un elemento nuevo al paisaje menorquín. Situado junto al pueblo de Es Grau, a 10 km de Maó, es un refugio increíble de aves de acuáticas, residentes y de paso en las rutas migratorias que cruzan el Mediterráneo. A primera y a última hora del día, los marjales reúnen una actividad frenética por la captura de insectos. Es el momento de recorrer alguno de los tres itinerarios señalizados del parque y observar martinetes, garcetas, papamoscas, varias especies de ánades y también milano real, cernícalo e incluso águila pescadora. Los miradores del sendero de Santa Madrona (2,8 km), que bordea la orilla sudoeste de la laguna, ofrecen numerosas oportunidades de observar aves. Las otras dos rutas son la del mirador de Cala Llimpa (1,7 km) y la de Sa Gola, que alcanza la playa de Es Grau.
El faro 'influencer'
El otro hallazgo natural es Favàritx, un planeta de roca pizarra, gris, negra, que culmina en uno de los faros más fotogénicos del Mediterráneo y que se rodea de playas que fascinan por su aspecto salvaje, como la cala Presili o la cala Tortuga.
Un islote para despedirse
Antes o después del baño en Favàritx o del paseo por la albufera habría que acercarse al pueblecito de Es Grau, sentarse en su playa de aguas someras a contemplar las barcas mecerse o alquilar una canoa y palear hasta la Illa d’en Colom. Se trata de un islote sin urbanizar, poblado por tamarindos y acebuches de hojas que brillan al sol. Tiene dos playas de arena (Arenal d’en Moro y de Tamarells), resguardadas de la tramuntana, que frecuentan kayakistas y barcas de menorquines o de veraneantes que buscan rincones discretos donde acabar de pasar la tarde, improvisar una bereneta entre amigos y un baño a fosquet, para regresar al puerto bajo la luz de la luna.