Un viaje en escoba

Por qué este pueblo aragonés es el único maldito de España

Trasmoz debe su fama a las leyendas y al aire de misterio que lo rodea tras ser excomulgado y maldecido.

A los pies del Moncayo, Trasmoz parece uno más entre los pueblos medio abandonados de la España vacía. Hay unos pocos vecinos (cada vez menos), casitas humildes, mucha calma. Nada llama la atención, todo parece en su sitio, pero si se mira con atención, aparecen algunos detalles desconcertantes, la silueta de una bruja sobre la campanilla de una puerta, una escoba voladora colgada en la barandilla de una ventana, un cartel anunciando que en tal o cual casa vive la bruja del año. Resulta que Trasmoz es más singular de lo que aparenta: este es el único pueblo excomulgado y maldito de toda España

 
Trasmoz

Foto: Age Fotostock

La excomulgación y maldición de Trasmoz

Los vecinos primero tuvieron que aguantar una excomunión en 1255, que no era poca cosa para la época, debido a un enfrentamiento por la leña del Monte de la Mata, donde se proveían tanto los del pueblo como el vecino Monasterio de Veruela. Como no se aclaraban tras mucho discutir, el abad de Veruela tiró por medio y, aprovechando los constantes rumores que llegaban desde Trasmoz como refugio brujeril, decidió poner fuera de la comunión a todos, así que pidió al arzobispo de Tarazona que excomulgara al pueblo entero. Y como las cosas del excomulgar son complicadas, pasado el tiempo nadie se acordó (o se quiso acordar) de revocar la situación, así que así siguen casi ocho siglos después.

Las disputas y tiranteces entre unos y otros continuaron durante años hasta que los del monasterio comenzaron a desviar el agua del pueblo, por lo que el señor de Trasmoz, Pedro Manuel Ximenez de Urrea, se levantó en armas. La cosa no fue a más porque intercedió el rey Fernando II de Aragón poniendo cierta paz. Sin embargo, al abad no le hizo mucha gracia el asunto y, como siempre llueve sobre mojado, esta vez a los del pueblo les cayó una maldición. En concreto, fue en abril de 1511 y sucedió con el permiso explícito del papa Julio II. "Oh, Dios de mi alabanza, no calles. Bocas de impíos y traidores están abiertas contra mí", comenzó a cantar el abad -o eso parece ser que sucedió según algunas crónicas de la época- los primeros versos del salmo 108, que es el que se usa en tales circunstancias para maldecir a los enemigos de la Biblia.

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Foto: Shutterstock

Y luego llegó Bécquer…

No se sabe si fue a causa de la maldición o qué, pero lo cierto es que los años siguientes fueron de declive para Trasmoz. A los pocos años, el castillo se quemó hasta los cimientos y fue convirtiéndose en ruinas. Así se lo encontró un tal Gustavo Adolfo Bécquer, que acudió hasta esta parte de Aragón con su hermano a curarse de tanta absenta y de la plaga blanca, la famosa tuberculosis de entonces. Los dos hermanos Bécquer se alojaron en el Monasterio de Veruela, donde hoy, orgullosos de tales huéspedes, han habilitado el Espacio Bécquer justo en las celdas que ocuparon. Estancia que fue muy fructífera en cuanto inspiración, tanto para Gustavo como para su hermano Valeriano, quien recopiló bocetos para su álbum de dibujos Expedición de Veruela 1863.

“Queridos amigos: Heme aquí transportado de la noche a la mañana a mi escondido valle de Veruela; heme aquí instalado de nuevo en el oscuro rincón del cual salí por un momento para tener el gusto de estrecharos la mano una vez más, fumar un cigarro juntos, charlar un poco y recordar las agradables, aunque inquietas, horas de mi antigua vida”, así comenzó la primera de las nueve cartas que fueron publicadas en El Contemporáneo a lo largo de 1864.

Entrada al monasterio de Veruela por la Alameda de la Cruz, de Valeriano Domínguez Bécquer
Foto: C.C

En estas cartas desde su celda, en la sexta, séptima y octava, en concreto, Bécquer dio cuenta de algunas leyendas, como la de la fabulosa construcción del castillo de Trasmoz en una sola noche, que por aquel entonces, y según la febril pluma del poeta, se veía como una colosal ruina, “cuyas torres oscuras y dentelladas, patios sombríos y profundos fosos” le parecieron el espacio ideal para aquelarres y demás asuntos diabólicos. Hoy el interior del castillo alberga el Museo de la Torre, el Caballero y la Brujería, dedicado a recoger diversos objetos de excavaciones recientes.

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Escribió el poeta mientras escuchaba soplar el cierzo, caer la nieve o la lluvia tras los vidrios de su balcón, junto al fuego, enroscado junto a la lumbre un perro siempre medio adormilado, leyendo en sus descansos a Shakespeare o a Byron. Se entiende que en una atmósfera tan sugerente como ésta, ya de natural predispuesto, sintiera verdadera fascinación por las brujas de Trasmoz; entre ellas, la Tía Casca “con sus greñas blancuzcas, su formas extravagantes y su cuerpo encorvado y sus brazos disformes”.

La bruja tuvo el destino que todas las brujas de la época encontraban: linchamiento público. Pero, tal como señala la tradición brujeril, las brujas tienen mal morir, y esta se dedicó en espíritu a seguir vagando por las calles del pueblo. Por lo que respecta a la maldición, acabó convirtiéndose en bendición: sin ella, y sin la excomulgación, hace tiempo que Trasmoz habría caído en el olvido. ¿Brujas? Sí, y a mucha honra parecen pensar.