Un pueblo, dos partes
La primera regla en el particular manual del viajero para disfrutar de Panticosa es que este destino está dividido en dos. No es que esta localidad sea fruto de la unión de dos barrios, sino que su encanto se dispersa en dos núcleos urbanos diferentes. Por un lado está Panticosa, la población original, hoy desarrollada entorno a los deportes de invierno pero que antaño fue un importante quiñón dentro de la división administrativa del Valle del Tena. Y, probablemente, el más remoto, ya que se eleva por encima del curso del río Gállego, aprovechando que el curso del Caldarés se vuelve menos salvaje en sus últimos recodos.
Esta vieja Panticosa, de la que se tiene consciencia de su existencia desde el siglo XIII, se esboza en las inmediaciones de la Iglesia de la Asunción de Nuestra Señora, un poderoso templo del siglo XVII que sintetiza el discurso estético de este rincón. Sus sillares grisáceos y sus tejados de pizarra son emulados por los edificios circundantes, algo que se contagia incluso a las urbanizaciones más modernas que se dispersan subiendo y bajando lomas.

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Después, merece la pena acercarse también a la bonita y solitaria ermita de San Salvador, que corona una pequeña colina del extremo noroeste del pueblo. Por último, el Puente Viejo sobre el río Caldarés (en latín significa "aguas calientes"), situado en las afueras, que fue construido en 1556 con un arco central monumental.
Para descubrir la segunda parte de este pueblo, hay que coger el coche y remontar los casi ocho kilómetros que hay hasta Baños de Panticosa, pero por el camino aún quedan alicientes que descubrir.

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Las pasarelas de Panticosa, vértigo y vistas sobre el río Caldarés
Sería un pecado abandonar los dominios del núcleo primigenio sin caer en el anzuelo de su atracción más anunciada. Y es que las pasarelas de Panticosa, abiertas en 2021, son la nueva joya de la corona. O, mejor dicho, la experiencia más adrenalínica, ya que propone un recorrido de 800 metros que se recorre en poco más de una hora entre panorámicas inesperadas y desafíos al vértigo. Sus hitos son en sí mismo un anzuelo, ya que resulta irresistible desafiar a los 100 metros de altitud que llegan a alcanzar estos caminos suspendidos en la roca o mirar cara a cara el salvaje barranco del Caldarés. Y, por supuesto, para obtener la mejor panorámica de Panticosa y de las montañas que cierran por el oeste este valle, muchas de ellas de una altitud superior a los 3.000 metros.

Foto: Balneario de Panticosa
Baños de Panticosa, una historia de romanos
Antes de que llegaran los telesillas y la fiebre por los deportes de invierno. Panticosa ya existía en el imaginario turístico nacional. De hecho, se trata de uno de los rincones pioneros de los Pirineos en atraer a los viajeros gracias a las aguas termales que brotaron de los manantiales que convergen en el Circo de Panticosa. Este valle glaciar, casi perfecto es un morfología, ya había sido explorado por los romanos, quienes llegaron hasta aquí atraídos por las propiedades mineromedicinales de sus aguas. Una serie de monedas de la época del emperador romano Tiberio, halladas en 1952, fueron la pista definitiva para datar estas incursiones.
El boom por el turismo médico moderno llegó aquí a finales del siglo XIX, cuando comenzó a levantarse lo que actualmente se halla aquí: un completísimo balneario compuesto por tres zonas termales, dos hoteles y un conjunto de edificios anexos entre los que destaca el centro de alto rendimiento aún por equipar diseñado por Álvaro Siza. Pero el arquitecto portugués no es el único Premio Pritzker con obra en este enclave, ya que el español Rafael Moneo fue el responsable de diseñar el hotel más moderno, el Continental, así como la reforma del casino y del Gran Hotel, las verdaderas reliquias de los felices años 20 en los Pirineos. La suma de todos estos edificios crea un resort pirenaico único donde la salud es lo primero, pero también los placeres más hedonistas.

Ibón de Baños. Foto: Balneario de Panticosa
Fuentes y cascadas
Más allá del patrimonio termal de Baños de Panticosa, alcanzar los 1.630 metros sobre los que se asienta esta localidad tiene otros alicientes. Alrededor del ibón de Baños, el ancho lago en el que se domestican los caudales montañosos de este entorno, salen varios caminos que permiten mirara cara a cara a las cascadas que aquí desembocan. La más notable, la del Argualas, donde rugen las aguas que emanan del pico homónimo. Circunvalando el propio circo también asoman las viejas fuentes techadas, pequeños kioscos semiabandonados donde se bebían las montañas y que conservan un encanto vintage muy singular.
Un poco más exigente es la ruta que asciende hasta el Salto de El Fraile, un sendero que comienza regalando una panorámica incomparable del complejo para acabar mirando a la cascada cara a cara. Un pequeño puentecito que cruza el río Caldarés permite hacer circular el paseo, llegando al Mirador de la Reina, donde el rugido del agua se vuelve ensordecedor y su violencia llega a salpicar.

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Un ibón para cada viajero
Aunque Baños de Panticosa podría parecer el final del mundo. Ascendiendo por los senderos más exigentes se llegan a algunos de los ibones -lagos montañosos- más espectaculares de los Pirineos. De hecho, el mismo camino que lleva al Salto de el Fraile continúa hasta los ibones de Bachimaña, donde el rabioso azul se extiende hasta rozar la frontera con Francia. Una serie de refugios ofrecen al montañero un descanso, aunque la excursión de ida y vuelta hasta la propia Baños de Panticosa no supera las cuatro horas.
Para los más ambiciosos quedan otros desafíos como subir hasta los ibones y collado de Brazato (900 metros de desnivel y 8 horas de duración), conquistar los ibones de Ordicuso (5 horas de duración) o llegar hasta los ibones azules en una ruta que suma seis horas y más de 900 metros de desnivel sin descanso.