En 1703 Pedro I decidió levantar una ciudad que fusionara lo mejor de las niñas bonitas de la vieja Europa. Y le salió bien la jugada porque tres siglos más tarde la antigua capital del imperio ruso reina en el olimpo de los mejores destinos culturales del mundo. Y lo mejor, sin bajar la guardia.
A simple vista, nada parece haber cambiado en San Petersburgo. El decorado de fondo se mantiene prácticamente igual, andamio arriba, andamio abajo. Las calles conservan sus impronunciables nombres. Los canales continúan dibujando su paisaje, el sol se deja ver poco, y los turistas siguen haciendo cola para admirar un apabullante patrimonio que sobrecoge por su belleza. A las puertas del Museo del Hermitage, fotografiando la caprichosa silueta de la iglesia de la Sangre Derramada, navegando por el Neva, comprando matrioshkas en la eterna y novelada avenida Nevski, aplaudiendo los ballets del Mariinsky... Y suma y sigue.

Pero solo a simple vista. Basta con levantar su archiconocido telón de palacios, iglesias y puentes para comprobar que la ciudad de Pushkin y Dostoievski sigue reinventándose. Barrios de moda, nuevas propuestas gastronómicas, espacios para el arte, una ecléctica vida nocturna... Esta es la cuarta revolución que vive hoy San Petersburgo –Piter, para los amigos. Una nueva etapa con la cultura por bandera que seduce a los que disfrutan desnudando urbes en busca del reverso de la postal de turno, y que la acerca aún más al ambiente europeo que buscaba para ella el más grande de los Romanov.