Las Azores resultan familiares sobre todo por su anticiclón, responsable del buen tiempo en la Península Ibérica. A Portugal le ofrecen su paisaje más verde y también su cima más alta, el volcán de Pico. Los portugueses comenzaron a habitarlas en 1432. Las islas se convirtieron pronto en una próspera colonia agrícola y en un enclave estratégico para las grandes rutas de navegación que unían Europa y América. En el siglo XX también sirvieron de base de comunicaciones para los primeros cables submarinos que se tendían entre el Viejo y el Nuevo Mundo, y como escala para los pioneros del vuelo transoceánico.
Las nueve islas poseen paisajes de extraordinaria belleza. Como Madeira y Canarias, sus hermanas del sur, las Azores comparten un origen volcánico y unos inviernos dulces, pero sus veranos son menos calurosos y el agua es más abundante. Todo eso se traduce en una agricultura de vivos contrastes. A veces hace sentir a los viajeros que están cerca del trópico, rodeados de plataneras, campos de té y tabaco, o incluso cultivos de taro como en la Polinesia o Japón. Pero con más frecuencia el ambiente evoca al de Galicia, con los bosques moteando un paisaje de castaños, setos y praderas donde la vaca es la reina. Las casas de una planta, a menudo de piedra vista, recuerdan las del Alentejo, al sur de Portugal, de donde procedían los primeros colonos. Con su techumbre de tejas a dos aguas, salpican de naranja un mosaico de huertas familiares, cuadras, hórreos y pajares (palheiros).
Y para conocerla, nada mejor que explorar sus siete imprescindibles, ordenados de menos a más.