
Bretañamar de La ManchaRennes, la capital regional
extiende su brazo hacia el océano Atlántico como el último territorio al oeste del viejo continente europeo. La costa norte, que dialoga con el mítico
, despliega un escenario de bahías, islas y pueblos con una rica historia cultural que puede empezar a seguirse en
.
Ciudad propiamente interior, Rennes se encuentra «entre tierra y mar», como suele decirse en Bretaña. Centro administrativo y económico, ha sabido beneficiarse de su ubicación en la base de la península armoricana, en un punto estratégico entre Francia y el mundo atlántico.
Rennes vincula y protege un patrimonio. Su barrio medieval lo atestigua, con las callecitas de trazo errático, entre típicas casas de madera y techos de pizarra que desembocan en la encantadora plaza Sainte-Anne. En las terrazas de sus bares, principalmente los días soleados, se congrega una variada multitud. Es el lugar ideal para degustar las mejores crepes, acompañadas por lo general con una bolée (tazón) de sidra artesanal.
Rennes, que carece de salida al mar, tiene su puerto en Saint Malo, a 65 kilómetros por una carretera rápida que se recorre en media hora. Vale la pena desviarse a la altura de Hédé-Bazouges hacia Combourg, una población erigida en torno a su castillo (siglos XII-XV) y a la memoria de uno de sus habitantes más notables, François René de Chateaubriand. Con su parque inglés y su estanque de nenúfares, el castillo se conserva como una reliquia. Aunque el escritor lo habitó pocos años durante su infancia, allí se gestaron «las ideas que lo distinguieron de los otros hombres», como explica en sus Memorias de Ultratumba (1848).
amurallada Dinan ocupa un enclave crucial a orillas del río Ranceestuario en Saint-Maloiglesia de Saint-Saveur
Unos 24 kilómetros al norte de Combourg, la
, antes de que éste alcance su
. La ciudad vivió una época de prosperidad entre los siglos XIV Y XV con la actividad de su puerto fluvial y el asentamiento de una importante comunidad de artesanos. De aquella época preserva tesoros como el corazón del caballero Bertrand du Guesclin, que se encuentra en la
, y la vitalidad de su producción artística.
Continuando hacia el mar, al poco rato se ingresa en la región llamada Clos Poulet, cuyos límites están marcados por las aguas: al este, la bahía del monte Saint-Michel; al norte, La Mancha; y al oeste, la desembocadura del río Rance. En este territorio pantanoso e inestable, los ciudadanos ilustres de Saint-Malo, enriquecidos por el comercio, la construcción de barcos, la navegación y la trata de esclavos, fueron levantando las malounières a partir del siglo XVI. Estas viviendas, de estilo robusto y generalmente de dos plantas y techo de pizarra, están rodeadas por parques y jardines. Aquí se refugiaron aventureros y corsarios como Jacques Cartier, René Duguay-Trouin y Robert Surcouf, hijos predilectos de Saint-Malo, que hoy reciben en la ciudad honores de estatua.
A partir de su ciudadela, instalada sobre un islote rocoso y protegida por altas murallas, Saint-Malo se erigió en centro comercial y cultural, proyectando su zona de influencia a los puntos más distantes del Atlántico. El continente americano le debe el nombre de Canadá –el navegante Jacques Cartier, de Saint-Malo, utilizó por primera vez esta denominación en 1534– y el de las Islas Malvinas, a las que Louis Antoine de Bougainville las denominó Malouines en 1764 en recuerdo del puerto bretón. Pasear por la ciudadela, ascender las murallas para contemplar el mar y culminar la jornada frente a un plato de marisco constituye una experiencia inolvidable.
Presente y pasado conversan sin cesar en cada rincón. Y en este diálogo es imprescindible incluir el río Rance. Un sistema de esclusas permite la navegación de sus aguas y la conexión con el canal de Ille-et-Rance, que une Rennes con Saint-Malo desde que Napoleón lo mandó construir en 1804.

Actualmente se utiliza para la navegación deportiva y turística durante todo el año. Pero la historia del río es también la de los puentes que lo atraviesan, vulnerando su condición de barrera y uniendo sus dos orillas: desde el viejo paso de Dinan, el de Saint Hubert, el de Chateaubriand y la esclusa Châtellier, hasta el dique de la represa mareomotriz –aprovecha las mareas para producir energía– de la desembocadura. Arbolados senderos bordean los cauces de agua, ofreciendo un inagotable escenario para el caminante y el ciclista.
Es el momento de iniciar el recorrido por la balnearia Costa Esmeralda. La moda de los baños de mar comenzó a principios del XIX y, a lo largo del siglo, la propaganda y la especulación inmobiliaria situaron Bretaña en el imaginario viajero. De 1887 es la guía de Stéphan Liégard, La Côte d’Azur, que conjugaba las tonalidades del agua y el aire con el nombre de un color de tradición heráldica y poética. Pocos años después surgió la denominación Côte d’Émeraude (Costa Esmeralda), que anunciaba la belleza del reflejo en las aguas de la vegetación intensamente verde de Bretaña.
Balnearia y luminosa
La Costa Esmeralda se extiende 90 kilómetros, desde la punta de Grouin hasta el cabo Fréhel, pasando por pueblos pescadores (St-Brieuc, Paimpol y Trébeurden), vestigios románicos como la abadía de Beauport (siglo XII) y refugios de calma como la isla de Bréhat y el Fort la Latte (siglo X), una de las primeras defensas contra los piratas. El paisaje de este litoral se caracteriza por sus matices verdes y azules entre ensenadas y calas rocosas, pero también por una arquitectura definida entre dos siglos, durante el esplendor de la belle époque.
En el primer tramo de esta costa se encuentra Dinard que, a diferencia de Saint-Malo, replegada dentro de sus murallas, exhibe el refinamiento de villas, jardines y paseos como el que recorre la playa Grande, con su hotel casino. Unos 140 kilómetros al oeste, Plougrescant alberga el punto más septentrional de Bretaña, además de uno de sus rincones más bonitos: el Castel Meur, una casa encajada entre dos bloques rocosos.
Al poco rato de abandonar las playas de Plougrescant y de pasear por las calles medievales y el puerto de la cercana villa de Lannion, el litoral bretón pasa a recibir otra denominación poética: Costa de Granito Rosa. Un paisaje más bien agreste, con sus calvarios, sus iglesias románicas y sus faros del fin del mundo, envueltos por una roca rosada que ha sido aprovechada desde antiguo. Los acantilados de Ploumanac’h son el mejor ejemplo de este entorno, formado hace 300 millones de años y que abarca más de 25 hectáreas. Se localiza en la comuna de Perros-Guirec, célebre por sus playas y por el archipiélago de las Sept Îles, una reserva de aves marinas.
El Sendero de los Aduaneros (Sentier des Douaniers) invita a descubrir cómo la piedra adquire el color que ha dado nombre a esta franja litoral, una curiosidad geológica que, sumada a la variada orografía, ha sido clave para definir la identidad paisajística y cultural bretona. Un territorio encajado, como su capital, Rennes, entre la tierra y el mar.
PARA SABER MÁS
Documentación: DNI.
Idioma: francés.
Moneda: euro.
Llegar y moverse: Existe conexión directa con el aeropuerto de Rennes desde Barcelona. Desde Madrid se puede volar directo a Nantes y allí alquilar un coche o desplazarse en tren a Rennes. Otra opción es viajar hasta París en avión o en el tren-hotel Elipsos desde Madrid o Barcelona. La red de transporte público bretona incluye líneas de autobús, tren y transbordador.
Alojamiento: Las granjas y las casas de huéspedes aseguran un contacto directo con la cultura bretona.
Turismo de Bretaña