Puede parecer tópico pero, en invierno, la esencia mediterránea del Montreux belle époque queda envuelta en la bruma del lago Lemán, haciendo más seductora, más sugestiva si cabe, la incursión en el meollo alpino. Desde esta glamurosa ciudad balneario se puede serpentear por la orilla y, como las altisonantes notas de jazz sobre una partitura, enmudecer ante la piedra húmeda y fría del castillo de Chillon, esa mole que parece flotar en el lago desde hace casi mil años. El poeta inglés Lord Byron consiguió romper el hermetismo pétreo de esta imponente edificación en 1816 con su poema El prisionero de Chillon, dedicado al monje François Bonivard, recluido en las mazmorras del castillo entre 1532 y 1536.
Los versos románticos de Byron quedan en un simple eco a medida que uno se adentra en los valles alpinos en dirección a Friburgo, a 60 kilómetros. Atravesada por el curso del Sarine o Saane, en esta ciudad se puede comprobar cómo la lengua francesa va tendiendo puentes al dialecto germánico que se escucha desde el otro lado del caudaloso río. El paseo por sus empinadas calles descubre más de 200 fachadas góticas, restos de las torres y la muralla medieval, y plazas en las que católicos y protestantes se enfrentaron en múltiples ocasiones. De la catedral gótica (comenzada en 1283) y una fuente renacentista, la ciudad salta con naturalidad a la obra cinética del artista local Jean Tinguely (1925-1991), o al espacio contemporáneo Fri-Art, en un ejercicio comprometido con el arte de toda época y condición.
Esta región verde y prealpina se ha rendido al queso gruyer y a la cerveza Cardinal, aunque en cada aldea del cantón presumen de exclusividad a la hora de presentar una simple tabla de quesos. Un desvío desde la localidad de Bulle conduce a Gruyères, el pueblo que ha dado nombre a uno de los emblemas gastronómicos de Suiza. Su castillo, con más de 800 años, se eleva sobre un cerro alejado del núcleo histórico, un ovillo de calles que parecen salidas de un cuento.
Para deleitarse con el paisaje, nada como buscar las carreteras secundarias que conducen a Berna atravesando el parque natural de Gantrisch. Nos adentramos en un paisaje de lomas blancas, solo interrumpidas por algunos grupos de árboles. El silencio inunda el paisaje llegando al alto del Gurnigel… Calma. Estos campos son un paraíso para los aficionados al esquí de fondo y las raquetas de nieve, que pueden adentrarse por bosques y subir laderas hasta miradores con vistas a la cordillera que da nombre al parque.
Al descender del puerto de Gurnigel, 34 kilómetros más abajo, Berna nos recibe con su incombustible carga de vitalidad. La capital de la Confederación Helvética no ha perdido un ápice de pujanza desde la Edad Media, cuando el duque Bertoldo V, el último de los Zähringen, fundó la ciudad para controlar sus preciadas posesiones y a sus rivales políticos. Corría el año 1191. El duque organizó una cacería en la que el primer animal abatido daría nombre al nuevo burgo. Un oso (bär, en alemán) tuvo la mala suerte de ser el protagonista de la leyenda que hoy da sentido a un sinfín de emblemas: desde el escudo heráldico y los recuerdos turísticos, hasta los osos del parque instalado junto al meandro del Aare.
El codo del río abraza la parte medieval de la ciudad, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO gracias a esa red de soportales, fuentes, torres y edificios que a lo largo de seis kilómetros forman uno de los paseos comerciales más famosos de Europa. Estos pórticos (lauben) se pueden recorrer a pie en un día de lluvia sin tener que abrir el paraguas. Y aunque son un potente vestigio de siglos pasados, es el barrio de Matte el que mantiene más vivo el ambiente medieval de Berna, con sus pequeños huertos, casas de madera y el aire gremial que retienen sus calles, poco concurridas y muchas con escaleras para salvar el desnivel que hay hasta la orilla del Aare.
En esa U del río se esconde el tramo más tentador de la ciudad patrimonial, Marktgasse. Aquí los autómatas de la Torre del Reloj juegan con el tiempo, y un ogro come niños desde lo alto de una fuente mientras un sinfín de boutiques «devoran» francos. Hay cafés y teatros subterráneos, y el foro de la Kornhaus –un granero medieval transformado en centro cultural– expone muestras de arte singulares. En el número 45, la sombra del escritor Robert Walser (1878-1956) protagoniza el museo dedicado a su vida y obra. Hasta llegar a la Münster, la catedral gótica, que con sus cien metros de altura es más imponente incluso que el Bundeshäuser, el monumental Parlamento suizo.
Si la ciudad presume de capitalidad, el cantón de Berna no se queda corto en atractivos. La entrada al valle de Emmental, famoso por sus quesos de agujeros, está adornada con suaves colinas, típicas casas rurales y pueblos como Burgdorf, de armonioso trazado medieval, con su castillo –el más grande y mejor conservado de la familia Zähringer en Suiza –, su ciudad alta y patricia, y su barrio artesano.
Cerca de Burgdorf, con una vista panorámica que sintetiza Suiza ante las colinas del Emmental, el Jura y los Alpes, se halla el mirador de Lueg (888 m), parada obligada de varias rutas ciclistas. El cielo de invierno, claro, moteado por nubes lechosas, regala horas de sol de incalculable valor en esta época del año. Las granjas y queserías y también las estaciones de esquí miran este cielo, generoso en precipitaciones de lluvia y nieve, sabiendo que de él depende la afluencia de viajeros en invierno y el verdor de los prados en verano.
El valle se prolonga más de 40 kilómetros en dirección al lago de Sempach, y 20 más hasta alcanzar Lucerna. Bañada por las aguas del lago homónimo en contacto con el río Reuss, en el último siglo ha pasado de ser un pueblo pesquero y campesino de bonitos puentes, a una urbe de visita indispensable y emblemática, como la navaja multiusos Victorinox, cuya fabricación e historia se explica en la localidad de Brunnen, en la orilla norte del lago cuando éste ya recibe el nombre de los Cuatro Cantones.
El lago y las montañas de alrededor armonizan con el casco histórico de Lucerna, un pequeño tesoro medieval que enamora con el puente de madera cubierto (Kapellbrücke) y con los frescos que adornan las casas palaciegas del centro. Pero también con el diseño innovador que Jean Nouvel aportó el año 2000 tras la creación del KKL, un edificio que ha convertido a Lucerna en una ciudad de festivales y espectáculos. El mismo Guillermo Tell, otro emblema de esta región suiza, se descubriría ante semejante arquitectura. Lucerna también tiene su animal emblemático, un león moribundo esculpido en la roca como recuerdo a la guardia suiza que en 1792 murió defendiendo el palacio de las Tullerías y al rey Luis XVI. La ascensión en teleférico al monte Pilatus, superando el mar de nubes hasta alcanzar los 2.132 metros, ayuda a recordar el lugar intranscendente que ocupa el ser humano en la naturaleza. Y así, colgando en el corazón de Suiza, la visión aérea del lago y Lucerna será un espectacular final de ruta.
MÁS INFORMACIÓN
Documento: pasaporte y DNI.
Idiomas: francés y alemán.
Moneda: franco suizo.
Cómo llegar y moverse: Madrid y Barcelona tienen vuelos directos a los aeropuertos de Ginebra y Berna. En coche, la distancia hasta Montreux desde Barcelona es de 878 km y desde Bilbao, 1.120 km. La ruta del reportaje puede recorrerse en coche y también en transporte público: la Swiss Travel System cuenta con varias opciones de abonos que combinan tren, autobús y barco para el lago Lucerna.