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El Guadiana como frontera
Alcoutim es un excelente inicio de ruta por el Algarve. Esta bella localidad morisca queda encajonada entre dos fronteras: una invisible al norte con la región de Alentejo, y otra líquida, el Guadiana, que la separa de Sanlúcar de Guadiana, en Huelva. José Saramago empezó aquí el periplo que realizó por su tierra natal en 1995, poco antes de convertirse en premio Nobel, y que después narró en su particular Viaje a Portugal. El literato no visitó el castillo, ese elemento inherente a muchos territorios fronterizos, ni la playa fluvial que hoy está tan de moda, sino que se centró en la iglesia matriz y en la sencilla Capela de Santo Antonio la cual, por aquel entonces y ante su estupor, ejercía como almacén de trastos.
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Una fortaleza histórica
Desde Alcoutim e igual que hicieran las barcazas cargadas de mineral del Imperio romano –y también Saramago–, hay que dejarse llevar río abajo por el Guadiana hasta Castro Marim. Si Alcoutim es humilde en su estructura y sencilla en sus defensas, a Castro Marim se le adivina una mayor importancia estratégica. Lo evidencia su nombre y también la presencia de dos imponentes recintos amurallados en altura: un castelo medieval que todavía conserva la simbología de los masones, como la llave de una de sus puertas, y una fortaleza del siglo XVII que reforzó la seguridad de la villa durante las guerras de restauración entre el reino de Portugal y la Monarquía Hispánica.
Tavira desde el Gilão
El bucólico paisaje de salinas y marismas de la Reserva Natural do Sapal de Castro Marim e Vila Real de Santo António ocupa ahora lo que hace cuatro siglos era una tierra de nadie. Cigüeñas, zampullines y flamencos habitan este bello y apacible espacio, en contraste con los extraños perfiles del puente internacional del Guadiana, que unen este lado con la onubense Ayamonte.
Hay que conducir hasta la señorial villa de Tavira para descubrir otro río emblemático de la región, el Gilão. A diferencia de lo que ocurría con el desmelenado curso del Guadiana, el Gilão baja hasta el mar encorsetado entre las paredes de un canal, algo muy propio de esta ciudad que no ha perdido la compostura desde que se convirtiera en una de las más importantes sedes del Algarve islámico ya en el siglo viii. Los cristianos que vinieron después colmaron la ciudad de iglesias, conventos y ermitas, pero de la época de la taifa han subsistido evidencias que salen al paso cuando se recorren los callejones del casco antiguo.
De raíces musulmanas
Tavira se levanta sobre un urbanismo apretado, de calles estrechas con puertas de madera y rejas que dejan pasar el aire y recuerdan su pasado de medina musulmana. Aquí y allá se detectan las huellas de antiguas mezquitas, alcázares y un puente que, aunque se diga que es romano, en realidad fue construido cuando en la región se hablaba árabe. La evidencia más llamativa de su herencia morisca es el nombre, del vocablo árabe tabira (la oculta), que dejó atrás la denominación romana de Balsa y la aún más antigua Baal Saphon fenicia. De hecho, el propio Algarve debe su topónimo a este idioma, pues al garb significa «el occidente».
Tavira ha sido próspera en todas las épocas de su historia gracias a la importancia militar y mercantil de su puerto, cuya actividad pesquera provee a los restaurantes de la localidad. Sobre las mesas desfilan arroces con navajas, atunes estofados y el rey de las cartas, el pulpo, que aquí se cocina de mil maneras, todas suculentas.
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Un mosaico de marismas
Desde Tavira rumbo sur parece que solo nos quede el mar. Pero hay algo más que no es tan evidente a simple vista: el conjunto de islas que conforman el Parque Natural de la Ría Formosa y que ejercen de barrera entre la costa y las aguas del océano.
Como una colcha de retales o de patchwork, en la reserva de la Ría Formosa se combinan zonas de marismas, dunas, bancos de arena, entradas de agua dulce, bancos de limo... cada una con su particular comunidad biológica. Muchas de las aves que se ven aquí transitan dos veces al año entre el norte de Europa y el África subsahariana –como el pato cuchara–, pero hay otras que pasan el año entero en la ría. Entre las más de 200 especies catalogadas, destacan por número las garcetas, los ostreros euroasiáticos y los flamencos, que aquí son más blancos por su alimentación. El emblema del parque, sin embargo, no son los flamencos incoloros sino el vistoso calamón común. Esta ave de plumaje azul oscuro y pico y patas rojas habita los humedales de la vecina reserva de Doñana y también aquí, el único lugar en todo Portugal donde se deja ver.
Una isla sin coches
Dentro de los límites del parque natural de la Ría Formosa también se mantienen actividades tradicionales, especialmente en la isla de Culatra. Los pescadores de las almadrabas se asentaron en ella a finales del siglo XIX y, aunque desde los años 70 el atún dejó de ser la captura por excelencia en estas aguas, la pesca tradicional y el marisqueo siguen siendo una herencia que se pasa de una generación a la siguiente. Resulta evidente que aquí las cosas van, literalmente, a otro ritmo. No hay tráfico rodado en la aldea de Culatra y las casas se levantaron sobre la arena sin papeleo mediante. Sus mil habitantes hablan un dialecto propio y depositan toda su fe en dos edificios: la iglesia, donde han sido bautizados no solo los niños del municipio sino también todas las barcas del muelle; y el faro, imprescindible guía que sigue ahí por si fallaran los GPS.
El día a día en Culatra varía muy poco o nada. De la mañana a la noche, los pescadores descargan o remiendan redes mientras miles de gaviotas esperan a ver qué cae, los camaleones se asoman entre pinos, retamas y dunas, y restaurantes sin boato ofrecen la mejor cozinha de tacho (de cazuela) de Portugal. Junto a la aldea de Culatra se encuentra el pequeño núcleo de Hangares, que no tiene pescadores pero sí una arquitectura improvisada, más camaleones –este animal fue introducido en el Algarve en los años 1920 por pescadores que llegaban de Andalucía y de Marruecos– y el esqueleto de un complejo militar de la Segunda Guerra Mundial.
El palacio de Estoi
Damos ahora la espalda al mar y nos alejamos del ambiente de Faro poniendo rumbo al interior, a la comarca del Barrocal. Más allá de la costa la aspereza toma el control y los algarrobos, los olivos y los muros de piedra seca acompañan al conductor en su viaje por las estrechas carreteras que suben hasta aldeas como la de Estoi, Querença o Alte. Son poblaciones de suelos adoquinados y cuestas heroicas donde nunca hay demasiado ruido. La iglesia matriz que no falte, y tampoco esas casas chatas con sus puertas personalizadas y a todo color. Y es que las puertas del Algarve –y también sus chimeneas– suelen ser un buen reflejo de quienes viven dentro. Los dinteles se adornan con molduras de escayola, escudos nobiliarios tallados en piedra, azulejos con vírgenes y santos, macetas o buzones pintados a mano. Todo según el gusto, las creencias o el bolsillo de quien las decora.
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Entre las pendientes de Alte
Los pueblos del Barrocal algarveño tienen características muy similares y, si se visitan de un tirón, uno tras otro, se corre el peligro de confundirlos después. Pero hay elementos singulares en cada uno de ellos que ayudan al viajero a desgranarlos en el recuerdo. Estoi, por ejemplo, que presume de su palacio neoclásico y neorrococó, con jardines de inspiración francesa. Acondicionado hoy como hotel de lujo o Pousada de Charme (alojamiento con encanto), perteneció a un vizconde que vivió a caballo de los siglos XIX y XX. Al llegar a la localidad de Alte hay que perderse entre las callejas para descubrir algunas muestras de arte urbano y también mirar hacia arriba para apreciar el tipismo de sus chimeneas. No hay dos iguales.
Histórica Loulé
El Barrocal tiene su centro neurálgico en Loulé, la ciudad que concentra los centros educativos, el comercio y el ocio. Igual que sucedía con Tavira, también Loulé conserva vestigios de las distintas civilizaciones que colonizaron la región. Una de ellas fue la romana, que en la época en que el garum (salsa a base de pescado fermentado) se cotizaba al alza, erigió todo un complejo para la salazón del pescado al sur del actual núcleo urbano. Más tarde, los árabes erigieron un alcázar que se amplió en época cristiana. El estilo arquitectónico islámico inspiró a Mota Gomes, que a finales del siglo XIX proyectó el mercado municipal, un emblema local que maravilla con sus arcos de herradura y cúpulas neoárabes. Aunque el envoltorio sea pomposo, en su interior se reproduce lo simple y cotidiano: el pescado se vende a gritos, la fruta exhibe los colores de cada temporada y en los puestos de artesanía se apilan un sinfín de objetos hechos con latón, cerámica, esparto o madera.
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Entre muros y macizos salinos
Loulé también cuenta con la única mina de sal del país, un mineral que se extrae del subsuelo de la localidad desde que en los años 60 un agricultor descubriera que de uno de sus pozos el agua salía salada. Y resultó que había sal bajo Loulé, tanta como un bloque macizo de 5 km de ancho y 800 m de profundidad, en el que se han horadado túneles, galerías y pozos. Este paisaje hormigueado bajo los barrios de la urbe estaba oculto a los ojos de los ciudadanos de a pie hasta hace apenas unos meses, cuando la compañía extractora descubrió que las visitas turísticas resultaban un buen complemento económico a la actividad minera.
Saramago también pasó por Loulé en su Viaje a Portugal, pero al parecer no vio demasiado. No paseó por el mercado ni por supuesto tampoco bajó a la mina; se limitó a tomar algo en un tenderete y a visitar tres de las iglesias de la villa que, para postre, encontró cerradas y tuvo que conformarse con contemplarlas desde fuera.
La 'slow life' de Monchique
Si Loulé es el referente urbano en la zona del Barrocal, Monchique lo es en la sierra, que además lleva su nombre. Entre uno y otro se extiende la huerta de cítricos, almendros y hortalizas que dan empaque a la cocina de esta tierra de interior en cuyas recetas no hay tanto pescado, pero sí cerdo y gallinas criadas en los patios. En Monchique todo es más verde, más fresco y más de pueblo. Más de pueblo intacto donde, al margen de lo que pase en el resto del país, todavía se utiliza el lavadero público y se circula en vehículos que pueden tener cuarenta años.
A pesar de que muchos jóvenes han volado hacia otros enclaves con más posibilidades laborales, cada vez hay más proyectos sostenibles, de casas rurales y empresas de guías senderistas. Por aquí pasa la Vía Algarviana o GR-13, que cruza longitudinalmente la región a lo largo de 300 km, desde Alcoutim hasta el cabo São Vicente. También se han recuperado artesanías casi desaparecidas que hoy vuelven a estar en auge. Una de ellas en especial, la elaboración de madronho, un fuerte aguardiente hecho con la baya roja y de piel rugosa del madroño, un arbusto que crece abundantemente en estos bosques. Hay que decirlo: el madronho se deja ingerir mejor en su versión melosa, es decir la que se elabora con miel.
Sierras algarveñas
Hasta la volcánica sierra de Monchique, que es la zona más elevada del Algarve y está incluida en la Red Natura 2000, también llegaron los romanos, espoleados por algo que les atraía como un imán: las aguas termales. A ellos se atribuye la fundación del popular balneario Caldas de Monchique, retiro de sanación y esparcimiento para aristócratas y monarcas portugueses desde el siglo XV.
Ni las curvas ni los bosques de eucalipto dan tregua entre Monchique y la costanera Aljezur, otra de esas villas de toponimia, castillo y repostería de origen árabe que proliferan en el sur luso. Este litoral es puramente atlántico, esencialmente rocoso y nada tiene que ver con el influjo suave y mediterráneo que caracteriza la región de sotavento que vimos entre el Guadiana y Faro. La llaman Costa Vicentina en honor al patrón de Lisboa, que según el imaginario cristiano tuvo su primera sepultura en el Cabo de São Vicente, la punta sudoccidental de la Península Ibérica.
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Por la Costa Vicentina
Los acantilados cortados a cuchillo de la Costa Vicentina son el hogar de multitud de aves rupícolas, como el halcón peregrino, el cormorán moñudo o la chova de pico rojo, que está en vías de extinción en Portugal. Pero lo más singular de estos parajes está en el suelo, en la vegetación, que cuenta con un gran número de endemismos. Muchas de estas especies son los últimos vestigios de una flora que ocupó gran parte de Europa y que durante la última glaciación quedó arrinconada en los extremos más meridionales del continente. Es el caso, por ejemplo, de la faya (Myrica faya) presente también en los bosques de laurisilva de Madeira y las islas Canarias.
En cualquier época del año y especialmente durante los temporales de invierno, los surfistas instalan sus caravanas a pie de playa o en aparcamientos sobre los acantilados. Las olas tienen aquí fama internacional, con alturas que en ocasiones superan los 20 m y que atraen a especialistas de todo el mundo en busca de superar récords, como el del portugués Hugo Vau, que surfeó una ola gigante de 35 m a principios de 2018 y entró en el Libro Guinness de los Récords. Aunque la localidad de Nazaré se lleva todos los honores, ningún deportista desdeña las derechas e izquierdas del Algarve.
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Hacia el Cabo São Vicente
También los senderistas acuden hasta aquí en peregrinación para enfrentarse a otro tipo de reto: recorrer la Ruta Vicentina. Dividida en dos, el Camino Histórico y el Camino de los Pescadores, de 263 km y 226 km respectivamente, esta ruta de largo recorrido nació en 2013 para promocionar las pequeñas aldeas que por sí solas no atraían al turismo, a pesar de su espectacular entorno natural. Se implicó a las comunidades locales, se desbrozaron y balizaron antiguos trillos y se dotó al trazado de servicios de alojamiento y restauración. Y así se consiguió que un camino dinamizara todo un territorio.
La Ruta Vicentina y muchos otros senderos –algunos milenarios– finalizan en el acantilado Cabo São Vicente, denominado Promontorium Sacrum por los romanos y que ya era venerado en el Neolítico. Piedra cortada en vertical, chocar del mar y espuma, viento sin paliativos y mucha de esa magia telúrica que desprenden todos los finis terrae. Es el fin del camino y, como dijo Saramago, un lugar donde «el mundo se despide».