John Ford añoraba las travesías transatlánticas de su infancia a la tierra de sus padres, en Connemara, el más remoto distrito del condado de Galway. Acantilados, playas de arena blanca, lagos verdosos, turberas y montes ocultos entre la niebla son una poderosa llamada para dejar la vital Dublín y recorrer esta región, baluarte de la lengua gaélica y fuente de inspiración de poetas y artistas.
Bohemia y universitaria, la ciudad de Galway derrocha una energía contagiosa. La crisis financiera de 2008, que hundió la economía del país, no paralizó su vibrante actividad artística. Bañada por el río Corrib, la capital de la costa occidental preserva el atractivo que antaño acercó a sus muelles mercantes de media Europa. El comercio con España en el siglo XVI dejó un rastro ineludible, el Spanish Arch, una estructura levantada para proteger la descarga de fino y otros vinos andaluces. Galway nunca duerme. Sus 75.000 habitantes se multiplican con visitantes que llegan atraídos por la oferta festivalera y la naturaleza en estado puro de sus alrededores, y que descubren además las deliciosas ostras cultivadas en su bahía y las sesiones de música en pubs cargados de historia.
El río Corrib parte geográficamente la ciudad desde su nacimiento en el lago del mismo nombre, que a su vez divide el condado en dos secciones: el este, con tierras fértiles y labradas; y el oeste, dominado por el terreno rocoso y las bellas penínsulas de Connemara. Cuesta salir de Galway, pero las joyas naturales del resto del condado y del vecino Clare se merecen excursiones de uno o varios días. Aunque el chubasquero resulta imprescindible en una isla donde el tiempo cambia cada pocas horas, el otoño es la temporada perfecta para disfrutar de los colores y la tranquilidad de este espectacular paraje.
La respiración se corta ante los Acantilados de Moher: ocho kilómetros de precipicios de hasta 214 metros de altura
Del puerto de Galway parten transbordadores a las tres islas Aran, paraíso celta con restos arqueológicos de la Edad de Bronce y de posteriores colonos cristianos que, a finales del siglo XIX, llamaron la atención de lingüistas y literatos como J. M. Synge. Hacia el sur por la N67, que atraviesa el pintoresco Kinvara y otros pueblos de la bahía de Galway, aparece el paisaje lunático del Burren, un área de 350 kilómetros cuadrados cubiertos de piedra caliza. Parece un desierto gris hasta que la vista comienza a detectar orquídeas y cientos de flores silvestres que crecen entre los surcos de las rocas. El dolmen Poulnabrone, el más elaborado de los 70 enterramientos hallados en la zona, confirma la existencia de vida entre las terrazas y colinas de esta «tierra salvaje sin agua suficiente para ahogar a un hombre, sin un árbol para ahorcarle, ni tierra para enterrarle», según describió un lacayo de Cromwell, un famoso saqueador de la Irlanda del siglo XVII.
Siguiendo junto a la costa por la R477, la respiración se corta ante los Acantilados de Moher: ocho kilómetros de precipicios de hasta 214 metros de altura. Da tanto respeto acercarse al borde que incluso los valientes se tumban como precaución a las inesperadas rachas de viento. Abajo rugen las olas y graznan las gaviotas. Un camino entre muretes parte del centro de visitantes próximo a la localidad de Liscanoor y recorre el borde de los acantilados en dos direcciones: hacia el sur hasta Hag’s Head, roca con forma de mujer reclinada, y en sentido contrario, por O’Brien’s Tower, una torre de observación de 1835, hasta el puerto de Doolin. De este pueblo costero parten botes hacia los acantilados y la isla Inisheer, la pequeña de las Aran.

De regreso a Galway, tomamos rumbo norte para visitar Connemara, uno de los rincones naturales mejor preservados de Irlanda. A partir de Inverin, la costa se abre en una serie de penínsulas salpicadas de pueblos pesqueros y pistas que terminan en playas solitarias. A menudo se ven en la distancia ruinas de viviendas abandonadas desde la hambruna del XIX y cementerios con cruces celtas talladas.
Roundstone alegra el ánimo del viajero con sus fachadas coloridas. Es una buena parada para degustar ostras, langosta o sopa de pescado. La vecina Clifden está estratégicamente situada para explorar el distrito. Entre ambas localidades, un viejo camino cruza una ciénaga que aún provee de turba las chimeneas de la zona. Al aproximarnos a Letterfrack asoma la cordillera de los Twelve Bens, parcialmente integrada en el Parque Nacional de Connemara, donde abundan las turberas con plantas carnívoras y brezales que adquieren un tono morado en otoño.
A corta distancia aparece el castillo neogótico de Kylemore Abbey, a orillas de un lago rodeado de bosque y jardines. Construido por un rico empresario en 1867, pasó a ser un internado y convento de monjas benedictinas llegadas de Bélgica durante la Primera Guerra Mundial. El colegio cerró en 2010 –la actriz Anjelica Huston se cuenta entre sus alumnas–, pero las hermanas aún custodian la abadía y su jardín amurallado.
Hacia el interior y a través de la carretera N59 se alcanza Croagh Patrick, la montaña donde se cuenta que san Patricio pasó 40 días de ayuno y oración. Desde su cumbre de 765 metros se divisa la bahía de Clew y la portuaria Westport, una ciudad perfecta para acabar el viaje por el oeste irlandés al son de la música tradicional.
MÁS INFORMACIÓN
Documentos: DNI.
Idiomas: inglés y gaélico.
Moneda: euro.
Horario: 1 hora menos.
Cómo llegar y moverse: El condado de Galway cuenta con los aeropuertos de Shanon y Knock. Este último tiene vuelos directos a España. Otra opción es volar a Dublín y trasladarse en autobús a la ciudad de Galway, un trayecto de casi 3 horas. Los autobuses regionales llevan hasta los principales puntos de interés. En Connemara hay menos líneas. A las islas Aran se llega desde los puertos de Rossaveal y Doolin.
Turismo de Irlanda