AlsaciaAlemaniaFranciaEstrasburgo, la capital
es un pedacito de
dentro de
, como una fruta deliciosa que cayó al otro lado de la valla desde el árbol del vecino que la vio nacer.
, es el mejor punto de partida para descubrir su herencia medieval.
El río Ill se deshilacha en canales como una madeja al llegar a Estrasburgo y vuelve a cerrarse tras su paso, como concentrando sus fuerzas para llegar entero al Rin. En su caricia a la capital alsaciana crea la Grande-Îlle, isla que agrupa los museos, iglesias y monumentos que le dieron el título de Patrimonio de la Humanidad en 1988.
Quien llegue por primera vez quedará sorprendido ante la Catedral, un coloso gótico coronado por una aguja de 150 metros y con uno de los relojes astronómicos más bellos del mundo. La vista desde su terraza domina la llanura alsaciana, acotada por las boscosas colinas de la Selva Negra hacia el este y los montes Vosgos hacia el oeste.
El entramado de calles peatonales en torno a la Catedral es como una tarta apetitosa que no sabes por dónde empezar a comer. Las partes más sabrosas no siempre están a la vista, pero solo hace falta deambular por sus vías de adoquines para degustar casas con entramados de madera, tallas y esculturas en las fachadas, ventanas de vitrales minúsculos y tiendas curiosas. Mis pasos se detienen en la plaza del Marché aux Cochons de Lait. Flanqueada por edificios erigidos entre los siglos XIV y XVIII, está repleta de restaurantes y creperías de las que emana un aroma irresistible.
El origen de la tradición vinícola de Alsacia cabe buscarlo en su clima, con veranos soleados, cálidos y secos que parecen más propios del Midi francés
El ambiente medieval se vuelve más intenso al entrar en La Petite-France, el antiguo barrio de los pescadores, molineros y curtidores de pieles. Surcado por cuatro canales que parecen los dedos de un gigante, es un lugar perfecto para probar la cerveza alsaciana mientras se contemplan las viejas torres del Pont Couvert. Aunque Alsacia cuenta con marcas conocidas (Kronenbourg y Kanterbräu), hay que atreverse a pedir una marca de producción artesanal, dejarse aconsejar y paladear sin prisas.
Estrasburgo enamora de tal manera que solo es posible abandonarla con la certeza de que en el sur hallaremos ciudades igual de bellas. La mejor forma de descubrirlas consiste en seguir la Ruta de los Vinos de Alsacia, un itinerario de 170 kilómetros que tiene uno de sus tramos más bonitos entre las ciudades de Obernai y Colmar.
Dicen que las cigüeñas alsacianas se orientan en esta llanura tomando como referencia las montañas que, como centinelas, vigilan los viñedos. El monte Saint Odile es una de las más famosas, tanto por su significado religioso –la patrona de Alsacia fue la primera abadesa del monasterio que lo corona–, como por las vistas que regala.
A sus pies se divisa el ovillo de casas de Obernai, cruce de caminos en época romana, villa imperial merovingia y próspera ciudad durante el Renacimiento. La Tour de la Chapelle o Belfry rasga las nubes con los casi 60 metros de altura de su aguja y sus formas de castillo. Desde la terraza de algún café de la plaza, nos entretenemos ahora contemplando los detalles de la fachada renacentista del Ayuntamiento, un laborioso encaje de piedra. Cerca queda el Halle aux Blés, un edificio de 1554 en el que se vendían carne y cereales.

Rumbo sur llama la atención otro promontorio que se eleva sobre la llanura. Está coronado por el castillo Haut-Koenigsbourg, que durante siglos controló el paso de mercancías y ejércitos gracias a su emplazamiento, a 757 metros de altitud, dominando el valle del Ill y, más allá, el amplio curso del Rin.
Los pueblos de Alsacia son como perlas de un tesoro. Tres de las que más brillan, Ribeauvillé, Riquewihr y Kaysersberg, se engarzan en un tramo de 15 kilómetros. Ordenadas hileras de viñas decoran las colinas que anuncian la llegada a Ribeauvillé. La Grand Rue y la Torre des Bouchers, erigida por el gremio de los carniceros, constituyen el corazón medieval de esta localidad dedicada en cuerpo y alma al vino.
Con los Vosgos desfilando a nuestra derecha, desde el coche se ven pasar granjas, restos de castillos y pueblecitos que parecen acabados de estrenar, con sus tejados y balcones de impecable aire alemán. Un paseo por cualquiera de ellos permite escuchar conversaciones en alsaciano (dialecto alemán) y degustar el vino blanco de la región, elaborado con uvas de diferentes variedades entre las que destacan la riesling y la gewürtztraminer. Hay también algunos tintos y espumosos, pero los que se llevan la fama son, sin duda, los blancos. El origen de la tradición vinícola de Alsacia cabe buscarlo en su clima, con veranos soleados, cálidos y secos que parecen más propios del Midi francés.
Entrar en Riquewihr es como saltar hacia atrás en el tiempo. Al contemplar la torre Dolder, a medio camino entre un castillo y una casa alsaciana, se diría que este pequeño núcleo rodeado de viñas apenas ha cambiado desde el siglo XVI.
Kaysersberg, que significa Monte del César
El trío de poblaciones de cuento lo completa
, en recuerdo a la vía que unía la Galia con el valle del Rin en época romana. Asentado junto al río Weiss, bajo una peña sobre la que se erige su castillo, el pueblo parece una postal de calles empedradas, con una iglesia románica, un puente fortificado y mansiones renacentistas. Kaysersberg cuenta entre sus hijos ilustres al médico, filósofo y músico Albert Schweitzer, premio Nobel de la Paz en 1954.
Cuando aún no ha dado tiempo a suspirar por dejar atrás las viñas, emerge el perfil de Colmar. Esta localidad de casas asomadas al río Lauch, rezuma serenidad y encanto. En el centro, la iglesia y colegiata de San Martín, parece llamar al orden a sus plazas y monumentos. Esta obra gótica de bella factura y dimensiones catedralicias se abre a la plaza homónima, donde abundan los cafés y restaurantes que preparan especialidades alsacianas tan típicas como contundentes: el cocido o baeckeoffe, la choucroute (col fermentada y acompañada de salchichas o panceta), la flammeküche, una especie de pizza con queso, cebolla y setas, y la fleishnacka, un rollo de pasta relleno de carne picada y estofada, que se sirve cortado en rodajas y se acompaña de ensalada verde.
La mayor sorpresa de Colmar, sin embargo, es el barrio de la Petite Venise, antiguo distrito de vendimiadores y barqueros cuyas casas miran al río. Un paseo en barca, sea la hora que sea, se convierte en una de las experiencias más emocionantes del viaje. También conviene visitar el magnífico Museo de Unterlinden, donde se expone el retablo gótico del Descendimiento de Issenheim; el antiguo Convento de los Dominicos; la Aduana (Koifhus), con sus tejas polícromas; y la Maison Pfister, de 1537.
En este punto del viaje es recomendable adentrarse en el macizo de los Vosgos y perderse entre sus bosques de hayas, abetos y robles. Sus cumbres redondeadas, llamadas ballons, cautivan a los amantes de los senderos –1.400 itinerarios–, de los deportes de invierno –11 estaciones de esquí alpino y nórdico– y del ciclismo de montaña.
De regreso al llano, la ciudad fortificada de Neuf-Brisach aparece como una etapa indispensable. Fue diseñada a partir de 1698 por Vauban, padre de las mayores fortalezas francesas, todas situadas en territorios fronterizos o en zonas del litoral que necesitaban reforzar la defensa. Esta plaza baluarte, declarada Patrimonio de la Humanidad junto al resto de la obra de Vauban, es el escenario ideal para un brindis de final de viaje con unos típicos schnapps de cereza. Mientras repaso mentalmente el recorrido, no puedo evitar soñar con volver pronto a por más pueblos medievales, catedrales góticas, valles tapizados de viñas y esas colinas redondeadas de los Vosgos.