Lo asombroso de las Azores es que se encuentren tan cerca –forman parte de Portugal desde el siglo XV– y a la vez tan lejos del continente, pues no se han convertido en un destino mayoritario. Aquí no hay grandes playas –la isla de Santa Maria tiene las más largas–, ni tampoco hace sol cada día, pese al famoso anticiclón, por lo que se ha desarrollado un potente turismo de naturaleza que promueve el senderismo a través de bosques de laurisilva, subiendo hasta cráteres o costeando un litoral modelado por la actividad volcánica.
Volcanes de São Miguel
São Miguel es la principal puerta de acceso a este mundo. Se trata de la isla mayor, también la más poblada y la única que posee una ciudad con mayúsculas, pues Ponta Delgada ronda los 70.000 habitantes y goza de cierta vida nocturna en su avenida Marginal. En la capital isleña, además de familiarizarse con la producción de té, tabaco, azúcar de caña, piña, maracuyá, quesos y vinos verdelhos, el viajero encuentra parques botánicos y el museo Carlos Machado, de arte y ciencias naturales.
En el centro de la isla se halla la misteriosa y salvaje lagoa de Fogo
A poco que uno se aparte de Ponta Delgada penetrará en un terreno ondulado, cubierto por pastizales y bosques repoblados con eucaliptos y cedros japoneses, especies que han reducido la primigenia laurisilva, una planta prehistórica aún presente en Madeira y las Canarias.

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La divisa de São Miguel son, sin embargo, las grandes calderas volcánicas, tapizadas por mantos de flores y ocupadas por lagunas. Sete Cidades, al oeste, es el más bonito de esos espacios, con sus lagunas (lagoas) Azul y Verde escoltadas por otras menores, como las de Santiago y Rasa, y el mirador de Vista do Rei. Antes de subir a él, es habitual preguntar primero si la niebla no lo oculta todo, como suele ser habitual.
Sete Cidades no es el único enclave lacustre de São Miguel. En el centro de la isla se halla la misteriosa y salvaje lagoa de Fogo, que se puede circunvalar por una senda. Al este y con actividad volcánica presente en numerosas fumarolas, se encuentra la laguna de Furnas, cuya mejor visión se obtiene desde el panorámico mirador del Pico do Ferro. Cerca de ahí, el Parque Botánico Terra Nostra en Furnas muestra la riqueza vegetal del archipiélago e incluye una laguna termal pública de intenso color rojizo. Este recinto debe su existencia al cónsul estadounidense Thomas Hickling, que tenía su quinta en este cálido y húmedo lugar en el siglo XIX, y se le ocurrió plantar algunas secuoyas y araucarias junto a la laguna.

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Vinos del Atlántico
La singladura por este paraíso verde en mitad del Atlántico continúa hacia el grupo de islas central. La que más atrae la atención es Pico, cuyo perfil está dominado por un volcán que se eleva 2.351 metros sobre el mar como un coloso. El paisaje vinícola que lo rodea fue declarado Patrimonio Mundial en 2004. Su principal característica son los muretes de piedra negra volcánica, construidos para proteger las cepas del viento y que van trazando retículas, líneas de fuga que acaban convergiendo en el volcán. En el Museu do Vinho (Madalena) es posible adquirir los caldos y aguardientes producidos en la isla, que son los mejores del archipiélago. Los pueblos de Lajes y São Roque albergan otros dos museos, pero centrados en la tradición ballenera de las Azores. Por fortuna, ahora la caza de cetáceos es solo fotográfica a bordo de embarcaciones que realizan salidas de avistamiento a diario.
El estrecho de São Jorge es uno de los lugares que concentran más ballenas y delfines, de ahí la rivalidad que durante siglos existió entre los balleneros de una y otra isla. São Jorge es una larga cordillera volcánica de 54 kilómetros con numerosas posibilidades senderistas, pueblos de arquitectura tradicional y una artesanía textil única en Azores.

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Las islas se sitúan sobre la falla que separa las placas tectónicas de tres continentes
Se puede llegar a Faial en media hora de travesía por mar si se toma el vapor o en la mitad de tiempo si se va en el expreso. En su cosmopolita capital, Horta, aún son visibles los estragos causados por el terremoto de 1998, pues las islas se sitúan sobre la falla que separa las placas tectónicas de tres continentes. Todo viajero confluye en el Café de Peter, lugar mítico entre los navegantes que cruzan el Atlántico. Banderolas, cartas náuticas, testimonios de la antigua pujanza ballenera, una colección de scrimshaw (dientes de cachalote decorados con miniaturas) y muchas horas de conversación, en todas las lenguas, relatando tempestades y encuentros con cetáceos, son su santo y seña.

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Un anfiteatro tropical
En el extremo occidental, Flores y Corvo se presentan como el perfecto reducto para los amantes de la naturaleza. Corvo es una isla volcán, mientras que Flores es un compendio del paisaje azoriano con bosques de laurisilva, volcanes, lagunas, acantilados, calas, islotes, promontorios, cascadas y las características fajãs, terrenos llanos situados junto al mar.
Llegar hasta este rincón del archipiélago tiene su recompensa visual y sensorial en las Sete Lagoas, una sucesión escalonada de estanques que se van enlazando como las cuentas de un rosario; y en la Fajã Grande, enmarcada por un verde anfiteatro por el que se desploman torrentes que se remansan en lagos como el Poço da Alagoinha. La mejor despedida en el extremo oeste de Europa la regala la Ponta dos Fanáis; desde el santuario del islote de Monchique se contempla una de las mejores puestas de sol del planeta.

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