Esto es el corazón de París y de Francia. Arriesgando un poco, podríamos decir que es también el corazón de la vieja Europa. Sin ánimo de exhaustividad, unos cuantos datos: en la antigua universidad de La Sorbona, sobre la colina del barrio, se formaron desde el siglo XIII las élites continentales –los estudiantes hablaban en latín, y de ahí lo de barrio Latino–; aquí se establecieron, en el siglo XVI, los primeros restaurantes del mundo y en uno de ellos, la Tour d´Argent, el cardenal Richelieu ofreció un festín culminado por algo completamente novedoso, un brebaje llamado café, servido en tacitas; aquí, en la deliciosa librería Shakespeare, se editó Ulysses, la novela de James Joyce que revolucionó la narrativa del siglo XX.
Vayamos con calma. Lo suyo es comenzar en Notre-Dame, que este año conmemora por todo lo alto su 850 aniversario. El frontal, con su impresionante rosetón, es hermoso, pero es en la parte trasera donde se percibe toda la magia de la arquitectura gótica. Visto desde la isla de Saint-Louis, o aún mejor desde la esquina de la calle Bernardins, el nudo de pilares y rampas que soporta la catedral ofrece una de las perspectivas más amadas por los parisinos. Si el día es soleado, resulta fácil caer en una ensoñación. La catedral y la isla de la Cité, donde nació París, parecen formar una nave que se desliza sobre su propio reflejo en las aguas del Sena.
En su costado noroeste se asoma la Conciergerie, el antiguo palacio de la Cité (siglo X). Sobrio y fortificado, este inmenso recinto guarda salas abovedadas de la época medieval, antes de que se convirtiera en una de las prisiones más temibles de Europa tras la Revolución de 1789. La magnífica capilla del viejo palacio era la Sainte-Chapelle, erigida en 1248 para conservar las reliquias de la Pasión, de ahí la profusión de iconografía de sus vidrieras y la delicadeza de sus arbotantes.
Pasear por Saint-Germain
Cuando hay mercado en la plaza Maubert, apenas un ensanche del Boulevard Saint- Germain, el barrio recupera ritmos y olores medievales. Los amplios bulevares, abiertos en el siglo XIX para dar prestancia a la ciudad más bella del mundo –y para que la policía pudiera maniobrar contra las protestas revolucionarias–, han destruido gran parte de la maraña de callejuelas que durante siglos caracterizó al barrio Latino.
La Rive Gauche es París en estado puro
Si caminamos hacia el bulevar Saint-Michel, daremos en pocos minutos con dos vestigios ilustres. Uno, modesto, la callecita de la Harpe, donde tras los restaurantes baratos perviven patios y sótanos con casi mil años; otro, impresionante, la antigua abadía de Cluny, fundada sobre unas termas romanas del siglo I y hoy reconvertida en museo de la Edad Media. Vale la pena entrar, aunque solo sea para disfrutar de un rato de calma y contemplar la celebérrima serie de tapices flamencos La dama y el unicornio, del siglo XV.
En el corto tramo de Saint-Germain que va desde Maubert a Saint-Michel uno puede desviarse hacia la derecha para saltar a la isla de la Cité o bien curiosear en la librería Shakespeare; o hacia la izquierda, para subir la montaña de Sainte-Geneviève y visitar La Sorbona o el Panteón, donde gozan de reconocimiento eterno los franceses ilustres. La Rive Gauche es París en estado puro.

En esta zona abundan los restaurantes, un fenómeno surgido gracias a los cocineros palaciegos que decidían establecerse por su cuenta para servir a la pujante burguesía. Aunque Le Procope (Rue du Bac) y Laperousse (Quai des Augustins) son muy caros, cuesta resistir la tentación de tomar algo en un establecimiento que ya era veterano cuando Voltaire se sentaba en sus banquetas. Como esas tentaciones encontrará muchas. Piérdase, contemple, husmee. Hasta los adoquines tienen interés. Son justamente aquéllos bajo los cuales, según la consigna estudiantil de Mayo del 68, había playas.
Deambule cuanto quiera, pero vuelva a la intersección de los bulevares Saint-Germain y Saint Michel para bajar por este último, dejando el Sena a la espalda, y alcanzar un oasis de paz en el centro de la ciudad: los jardines de Luxemburgo. Los creó a inicios del XVII la riquísima princesa florentina María de Médicis, «la banquera», esposa de Enrique IV, madre de Luis XIII y suegra de Felipe IV de España. Para muchas generaciones de parisinos de toda clase estos jardines han sido lugar de paseo, de encuentro o de reposo. Los miserables (1862), la novela de Victor Hugo, gira en torno a esta zona verde de 22 hectáreas.
Tras este merodeo por una naturaleza altamente civilizada, llega el momento de cruzar el río. No es un asunto banal. La Rive Gauche, al sur, y la Rive Droite, al norte, son muy distintas, por arquitectura, por población, por ambiente. La bohemia y los recuerdos medievales del lado izquierdo se transforman en «grandeur» y solemnidad en el derecho. ¿Por dónde cruzar? El viajero no debe perder la oportunidad de caminar sobre el Pont Neuf, que, como su nombre no indica, es el más antiguo de París, de 1607. Reconstruido varias veces, mantiene su característica esencial: una belleza apabullante. Une las dos riberas pasando sobre el extremo occidental de la isla de la Cité, y por tanto es más largo que los otros. No se extrañe si a media travesía, mirando al frente, atrás, a un lado y otro, se siente como un estorbo entre tanta elegancia urbanística.
La pirámide del siglo XX
Museo del Louvre es decir palabras mayores. Fortaleza levantada en el siglo XIII para proteger la orilla derecha de París y residencia real en el XIV, el Louvre se transformó en un soberbio palacio renacentista durante el reinado de Enrique III. Cuando en 1989 se conmemoró el bicentenario de la Revolución Francesa y se inauguraron una serie de grandes obras, la más polémica fue la pirámide del Louvre. Muchos de quienes residíamos entonces en París pensamos que se rompería la armonía clásica, que el hierro y el cristal deslucirían el equilibrio del Carrusel y del Patio Cuadrado. Tonterías. A diferencia de la torre Eiffel, que aún suscita discusiones y un cierto desdén entre los parisinos, parece como si la pirámide hubiera debido estar ahí desde siempre. ¿Cómo no se le había ocurrido a nadie antes? Su perspectiva ante las fachadas del Patio Cuadrado concilia el cartesianismo con la poesía. Y de noche, con los muros iluminados, corta el aliento.
el Louvre se transformó en un soberbio palacio renacentista durante el reinado de Enrique III
El Louvre es un universo. A no ser que planee residir en París una larga temporada, no intente verlo todo. Son kilómetros de salas y pasillos cargados de maravillas. La Gioconda de Da Vinci estará, inevitablemente, semioculta tras una nube de turistas. Pero con un poco de suerte puede acercarse sin el agobio de la multitud al Código de Hamurabi, o gozar con relativa tranquilidad de la Venus de Milo, o examinar la delicada luz con que Vermeer envolvió a su Encajera. Procure elegir. También la belleza empacha. Y más cuando se ofrece a toneladas.
Para retornar al mundo real, más prosaico incluso tratándose de París, se puede dar un paseo por los jardines de las Tullerías. Muy cerca del Arco de Triunfo que separa el Louvre de los jardines estaba la desaparecida calle Saint Nicaise, en la que el 24 de diciembre de 1800 estalló la llamada «máquina infernal». Un carro cargado de pólvora y municiones que debía hacer explosión al paso de Napoleón Bonaparte. No causó ningún daño al futuro emperador, pero causó una terrible matanza. El atentado, organizado por monárquicos, se considera el primer acto del terrorismo moderno.
Las Tullerías desembocan en la plaza de la Concorde, donde se alza el famoso Hotel Crillon y el Museo d’Orsay al otro lado del río. Aquí, por donde ahora circulan los automóviles, se instaló la guillotina que acabó con Robespierre. Otra opción después del Louvre consiste en caminar por la avenida de la Ópera y patearse los Grandes Boulevares, la Madeleine o la plaza Vendôme. Pero ésa ya es otra historia.