A finales del siglo XIX, las guías de viajes británicas situaban la Selva Negra –entonces dentro del gran ducado de Baden y el reino de Wurtemberg– entre los imprescindibles del tour por Alemania.
El ferrocarril recién llegaba, no sin dificultades, hasta Friburgo, Titisee, Bad Wildbad o Calw, lo que supuso un boom de visitantes sin precedentes a una región agrícola y forestal que hasta la fecha se había dedicado casi en exclusiva a la explotación maderera y al vidrio. En las guías de la época (Bradshaw’s, Murray’s o Reichard’s) los editores aclaraban que, a pesar de su inquietante nombre medieval, aquella Silva Nigra –Silva Martiana para los romanos– no era un lugar peligroso. Todo lo contrario: aquel territorio de profundas tradiciones era un lugar placentero, habitado por campesinos «amigables y hospitalarios» que «hablaban en un dialecto teutónico rudo».