Sí, son reales

Seychelles, las islas soñadas del Índico

Una guía para poder disfrutar de un destino que es mucho más que un paraíso de sol y playa.

A los habitantes de las Seychelles no les gusta que nadie les diga que sus islas son africanas. Se ubican al este del continente, cierto, pero a medio camino entre Madagascar y la India, una situación geográfica que convirtió el archipiélago en una encrucijada cultural en la inmensidad del Océano Índico.

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iStock-1136893311. Granito en el mar

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Granito en el mar

Vistas desde el aire las Seychelles parecen un sopicaldo de islas graníticas, no afloradas por furias volcánicas sino desgajadas de África hace millones de años. Este archipiélago de 115 islas diminutas se esparce por un área tan extensa como tres veces España. Solo una treintena están habitadas. El resto son islotes salvajes, a muchos de los cuales no está permitido acceder porque tienen titularidad privada o porque están protegidos como reservas naturales.

iStock-1126025234. Atolones y cultivos

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Atolones y cultivos

En otros casos se trata de atolones coralinos y cayos de arena desiertos que requieren varios días de navegación. Este último grupo recibe el nombre de Islas Exteriores e incluye el atolón de Aldabra, el segundo mayor del planeta, declarado Patrimonio de la Humanidad por su increíble valor ecológico. Las Islas Interiores, las habitadas, son tres: Mahé, Praslin y La Digue. Con suficiente tamaño como para albergar poblaciones y cultivos, están arropadas por un cortejo de islas menores con hoteles, playas e increíbles fondos marinos.

iStock-666082804. Entre la arena y la jungla

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Entre la arena y la jungla

Las Seychelles se pueden resumir en dos palabras: mar y jungla, las dos caras de una misma moneda, una especie de marca que se repite en todas las islas. Son como gotas de vegetación exuberante, ribeteadas por una línea de playas níveas que baña un mar azul turquesa. Luchar contra la jungla puede ser un gesto cotidiano, algo necesario para ir de casa a la tienda o a la playa. Como llueve bastante, no faltan los riachuelos con pozas en las que los chiquillos juegan a saltar y zambullirse. A veces los cursos de agua pantanosa se abren paso entre la selva hasta desembocar en el océano en alguna de las numerosas anses o ensenadas de arena blanca que contornean las islas.

iStock-522806432. Más almibarada, imposible

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Más almibarada, imposible

La lejanía y la radiante belleza tropical convierten las Seychelles en un luminoso objeto de deseo. Cuando se refieren a ellas los folletos turísticos agotan el catálogo de tópicos dulzones: Jardín del Edén, Sombra del Paraíso, Perlas del Índico… Todo el almíbar vertido parece insuficiente para convertirlas en un reclamo irresistible. Y por lo visto, funciona. En muchas listas de prestigio aparecen como uno de los destinos más exclusivos del planeta; sus escenarios sirven para anunciar perfumes, champús o lencería; y buena parte de los turistas que arriban a las islas son honeymooners o parejas a punto de darse el sí en la capilla de palmas de Coco Island, a orillas de la playa.

iStock-667913986. Lo genuino vs lo colonial

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Lo genuino vs lo colonial

El volumen anual de visitantes dobla en número a los propios habitantes de las islas, que apenas alcanzan los 80.000, casi todos afincados en Mahé, la isla grande. Los seychellois constituyen una amable amalgama cultural compuesta por descendientes de antiguos colonos franceses e ingleses, de esclavos negros, así como indios y chinos que han ido llegando a lo largo de los siglos en busca de prosperidad. Todos hablan criollo seselwa, idioma derivado del francés que introdujeron los europeos a partir de 1754 y que se escribe tal como se pronuncia. También son lenguas oficiales el francés y el inglés, este último por influencia de los británicos, que gobernaron las islas desde 1814 hasta su constitución como república independiente en 1976.

El pasado de las islas retrocede más allá de la llegada de los franceses. Se tiene constancia de que los navegantes árabes las usaron como escala para proveerse de agua y alimentos, y aparecen en cartas de navegación portuguesas del siglo xvi. Pero quienes más las frecuentaron en aquella época precolonial fueron los piratas. Allí encontraban refugio, madera para reparar sus navíos, víveres para llenar sus bodegas y el sitio idóneo para esconder sus tesoros. Se dice que muchos siguen enterrados, a la espera de ser descubiertos por los clientes de los hoteles.

iStock-467886306. Un Big Ben y pocos semáforos

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Un Big Ben y pocos semáforos

Si La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson hubiera tenido una ciudad, habría sido Victoria. Aunque más que ciudad se parece a un pueblo grandote, donde todos sus habitantes se conocen y se saludan.

La capital de Seychelles cuenta con apenas un par de docenas de calles y hasta hace poco sus vecinos presumían de que solo había un semáforo en toda la ciudad. Tampoco se ven muchos coches, todos de importación –y muy caros–, como casi todo en las islas. Tanto si se va en automóvil como a pie, es inevitable pasar frente al icono de Victoria: el Little Big Ben o Clock Tower, una torre del reloj como la de Parlamento londinense pero en miniatura, que desde 1903 preside el «ajetreo» urbano desde el centro de un cruce de calles.

iStock-680074730. Al mercado... y a misa

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Al mercado... y a misa

El mercado es el otro gran atractivo de esta capital carente de grandes monumentos. Los pescados exhiben una brillante paleta de colores, desde azules y plateados a rosados o rojo escarlata como el bourgeois, un pez muy apreciado y sabroso a la parrilla. Las familias de Seychelles consumen pescado a diario y solo los domingos preparan algún plato de carne. El último día de la semana la catedral católica se convierte en el centro de la capital. Rodeada de casas bajas de madera, pintadas de vivos colores, con porches y balcones, carece de la majestuosidad de las catedrales europeas pero los domingos reúne tantos sombreros y pamelas como las carreras de caballos de Ascot. A la salida de misa, el cura saluda en la puerta a sus feligreses uno por uno.

Para dar cabida a su diversidad religiosa, Victoria también tiene la catedral anglicana de Saint Paul, de 1859; el templo hindú Arul Mihu Navasakthi Vinayagar, de 1992, consagrado al dios de la prosperidad, con la típica crestería abigarrada de figuras multicolores; y una pequeña mezquita, con su cúpula dorada brillando en medio de la espesura que rodea la capital.

iStock-1165356891. Exuberancia ajardinada

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Exuberancia ajardinada

La exuberancia vegetal de las Seychelles se despliega en el Jardín Botánico de Victoria. Fundado por los británicos, reúne casi medio centenar de especies de palmeras, árboles del pan, tamarindos, papayas y otras plantas tropicales, aparte de un centenar y medio de especies de orquídeas. El paseo por la capital se completa con una visita al National Cultural Centre y después una cena en el coqueto puerto, donde recalan embarcaciones de recreo y de pesca, mientras en el New Pier atracan los cruceros, cargueros y transbordadores de línea. Frente al puerto, casi alcanzable a nado, la isla de Sainte Anne es toda ella un hotel de lujo, y no es el único caso.

iStock-901291496. Mahe ¡en autobús!

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Mahé ¡en autobús!

Viajar en autobús permite compartir un rato con los isleños y, además, alcanzar las mejores playas: Beau Vallon, Baie Lazare, Anse Royal –3 km de arena protegidos por una barrera coralina–, Anse aux Pins, Anse Soleil y Anse Takamaka, con rocas de granito emergiendo en la misma orilla. Lugares imprescindibles del interior son las ruinas de The Mision, un orfanato anglicano para huérfanos de los esclavos liberados, y el vecino mirador sobre la bahía de Mahé.

 

A continuación hay que ir hacia Port Glaud para ver las plantaciones que rodean la fábrica donde se elabora té de citronela, naranja, menta o vainilla, legado del dominio británico del siglo xix. Las playas son el otro gran atractivo de la zona, una fotogénica mezcla de arena blanca, rocas, palmeras y aguas perfectas para el snorkel. El Jardin du Roi, a 15 minutos de Victoria en coche, es el broche de oro al recorrido por Mahé. Fundado por franceses en el xviii para cultivar especias, hoy alberga un terrario con tortugas gigantes de Aldabra.

Algunos de estos pequeños paraísos cuentan con escuelas de buceo, en otras playas se ven las barcas de pesca regresar cada tarde con sus capturas, y en la mayoría los árboles alargan sus ramas sobre la arena haciendo de sombrilla natural. Pero todas comparten esas aguas claras que con solo calarse unas gafas de buceo ya permiten descubrir un increíble mundo submarino.

iStock-497707354. Bienvenidos a Praslin

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Bienvenidos a Praslin

Para ir de Mahé a Praslin lo más cómodo es una avioneta que apenas tarda un cuarto de hora. Con 12 km de largo y 5 en su punto más ancho, Praslin es la segunda isla más grande del archipiélago y solo tiene censados unos 5000 habitantes. Las playas y arrecifes de coral compiten en boca de los nativos por ser la mejor: Anse Lazio, Grand Anse, Anse Georgette, Anse Gouvernement, donde se rodó buena parte de la película Piratas (1986) de Roman Polanski.

iStock-1168776559. Hallazgos naturales ¡prehistóricos!

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Hallazgos naturales ¡prehistóricos!

El gran reclamo de Praslin es el Valle de Mai, un bosque prehistórico declarado Patrimonio de la Humanidad, al que se accede previo pago de entrada. La reserva natural de Fond Ferdinand (protegida desde 2013) es menos conocida y unas seis veces más grande que la del Valle de Mai. Allí pueden verse cultivos de vainilla y hornos donde el coco se convierte en copra que, una vez troceada, es triturada en rústicos molinos movidos por un buey para obtener aceite.

La estrella, tanto en el Valle de Mai como en Fond Ferdinand, es el coco de mar. Se creía que brotaba en el mar, de ahí su nombre. Pero no. Son palmeras que, una vez enterrada la semilla, y después de crecer durante 25 años dan un fruto de lo más curioso: el de la palmera macho es alargado, faloide, mientras que el de la palmera hembra semeja los genitales femeninos y puede llegar a pesar 20 kg.

Otra de las sorpresas que suele deparar el paseo por el Valle de Mai es la visión de una Inaurata nephilia, una araña de hasta 20 cm de diámetro que teje una tela de hasta 1,5 m de diámetro tan resistente que puede atrapar incluso pequeños pájaros. Entre las aves endémicas de la isla de Praslin, destacan la suimanga de Seychelles y el loro negro.

iStock-1154024612. La Digue es muy diferente

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La Digue es muy diferente

El verdadero edén ornitológico de las Seychelles se halla en La Digue, a 20 minutos de trayecto en jetty o transbordador. En esta isla habita el papamoscas negro, la única ave del paraíso que sobrevive en el archipiélago. En cuanto se toca tierra, enseguida se da cuenta uno de que La Digue es distinta. No hay coches –salvo alguna camioneta pick up para los hoteles– y todo se hace andando o en bicicleta. O bien en ox car, una carreta tirada por un buey que solo transporta turistas. La isla es tan chica que se puede recorrer a pie su distancia más larga, unos 5 km. El ambiente es de mayor distensión y menos lujo; aquí, además de los consabidos resorts despampanantes, hay pensiones y pequeños hoteles.

iStock-543070518. Vainilla y tortugas

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Vainilla y tortugas

También hay en esta isla playas recoletas, una hacienda colonial, la Union Estate, donde se ven plantaciones de vainilla, molinos de copra, destilería de ron propio y tortugas gigantes de Aldabra, ligeramente más pequeñas que las de Galápagos. El sitio ideal para contemplar estos sorprendentes animales es Denis Island, una reserva natural donde puede acariciarse a Toby, que ya carga con 150 añitos sobre su caparazón.

iStock-482343250. La playa prometida

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La playa prometida

Desde la Union Estate, bordeando el litoral, se llega a la postal definitiva: Anse Source d’Argent. En esta playa de ensueño, de arena que parece nácar y palmeras cimbreantes, emergen rocas pulidas como gemas. Anse Source d’Argent es bellísima pero Anse Patates y Anse Sevère, en el sur de la isla, no se quedan atrás pues sus aguas tranquilas también resultan idóneas para practicar el buceo con tubo y aletas. A pesar de la fama de estas playas, aún queda espacio para sentirse único, transportado a un lugar propio y exultante. El escenario ideal donde se refugian los sueños.