Es imposible permanecer inmune al embrujo, el misterio y la calidez que desprenden las doscientas sonrisas del templo de Bayón. Dibujadas en labios de piedra –a diferencia de la de La Gioconda, pintada tres siglos más tarde por Leonardo da Vinci–, iluminan enormes rostros serenos, de ojos y cejas oblicuos, que te observan desde los cuatro puntos cardinales de las 54 torres de estilo barroco jemer. Representan tanto a Avalokiteshvara, el buda de la compasión, como a Jayavarman VII, el monarca que reinó entre 1181 y 1220 y mandó construir la ciudadela de Angkor Thom, en la que se incluye Bayón, mi lugar favorito de este mar de arenisca plagado de enigmas, historia y religiosidad.
Angkor, con unos 200 kilómetros cuadrados de extensión y un centenar de templos, requiere tres días de visita con una bicicleta, una moto o un tuk-tuk, siendo esto último casi lo más aconsejable, ya que los conductores hacen de serviciales guías sin atosigar al cliente. Al menos un día, hay que acudir antes de que se esfumen las tinieblas de la noche para ver cómo surgen los templos, alumbrados por los primeros rayos del sol. Si Angkor Wat se yergue majestuoso, presenciar cómo la luz rojiza del amanecer va sacando de las sombras una tras otra las inescrutables sonrisas de Bayón despierta todos los sentidos.
El imperio jemer se consolidó en el año 802 y logró mantenerse, con altibajos, hasta 1432. A lo largo de estos seis siglos se construyeron los templos de Angkor y el hinduismo primitivo se enriqueció con otra creencia también procedente de India, el budismo. El unificador del imperio, Jayavarman II, se autonombró representante del dios Shiva en la tierra y ordenó la construcción de un santuario que simbolizara el mítico monte Meru, que ocupa el centro del universo y en cuyo pico más alto habita Shiva, según la tradición hindú. Sus sucesores quisieron ir más lejos que él y cada uno mandó construir un templo más grande que el anterior. Cuando en 1113 accedió al trono Suryavarman II, un devoto de Vishnú, quiso dedicarle a este dios la morada más bella y grandiosa de la tierra, Angkor Wat.

Investigaciones recientes han revelado que los jemeres construyeron un canal de 22 kilómetros para facilitar el transporte de los grandes bloques de piedra empleados, algunos de hasta 4 toneladas, extraídos del monte Kulen, a 40 kilómetros. Miles de elefantes y cientos de miles de hombres trabajaron en esta colosal obra, que protege un foso inundado de 190 metros de anchura. Al recinto de Angkor Wat, el único que siempre ha estado habitado al menos por algún monje, se accede por una pasarela de arenisca con una balaustrada esculpida en forma de naga, la mítica cobra de cinco o siete cabezas.
Tres mil cautivadoras apsaras (bailarinas celestiales) decoran los muros exteriores de más de un kilómetro de longitud. La torre central de tres alturas, a las que se asciende por empinadas escaleras, está jalonada por otras más pequeñas, conectadas por corredores columnados. Los bajorrelieves del complejo son de una enorme riqueza decorativa y describen escenas del Mahabharata, el más extenso poema épico de la literatura india, del cielo y el infierno, de navegantes en busca del elixir de la inmortalidad, de batallas y desfiles militares, con elefantes enjaezados para el combate.
Si la magnitud de Angkor Wat sorprende, mucho mayor es Angkor Thom, la ciudad fortificada, construida para ser indestructible después de que el reino de Champa (situado en la parte sur del Vietnam actual) invadiera por sorpresa y saqueara Angkor en 1177. En sus espectaculares puertas también aparece el rostro de Avalokiteshvara observando los confines del imperio. Centenares de guardianes en piedra vigilan la puerta sur.
El centro de un gran imperio
La ciudadela de Angkor Thom llegó a hospedar un millón de personas, aunque las viviendas han desaparecido. Además de Bayón, que ocupa el centro del enclave y cuyos ricos bajorrelieves de la vida cotidiana de Camboya no tienen nada que envidiar a los de Angkor Wat, quedan otras interesantes construcciones, como la pirámide escalonada de Baphuon, de 43 metros de altura, que ofrece una buena panorámica de la zona; en su muro trasero hay un buda reclinado de 60 metros de largo que ilustra el nirvana final de Buda en el momento de morir. También son notables la terraza del Rey Leproso, que supuestamente sirvió de crematorio real, y la terraza de los Elefantes, una gigantesca plataforma para ceremonias públicas y desfiles.
Durante siglos Angkor fue un espacio reservado únicamente al culto, pero Jayavarman VII construyó en 1186 este monasterio con celdas para centenares de monjes
El libro póstumo del explorador francés Henri Mouhot, Viaje a los reinos de Siam, Camboya y Laos, desató una auténtica fiebre por conocer los templos que él redescubrió en 1860. Siglo y medio después, la película Tomb Raider, basada en una famosa serie de videojuegos, empuja a millones de turistas a comprobar cómo la selva ha engullido el templo de Ta Prohm. Raíces gigantescas abrazan los edificios como si fueran de juguete, sus espectaculares tentáculos se funden con la construcción creando formas oníricas. Durante siglos Angkor fue un espacio reservado únicamente al culto, pero Jayavarman VII construyó en 1186 este monasterio con celdas para centenares de monjes.
Si en Ta Prohm la jungla se ha adueñado de la obra de los hombres, en Kbal Spean (40 kilómetros al nordeste) los jemeres mostraron su sincretismo con las fuerzas telúricas esculpiendo el lecho del río, al que se conoce como de "las mil lingas" por los órganos sexuales masculinos tallados en el cauce. También aparecen representaciones de los femeninos para invocar la fertilidad, y a lo largo del curso hay varias tallas de Vishnú y Shiva con su esposa Parvati.
Todo Angkor está inmerso en una exuberante naturaleza. Las lluvias monzónicas alimentan a líquenes y plantas que se extienden con voracidad por la zona. Restauradores e investigadores se encargan desde los tiempos de Mouhot de mantener a raya tanto a las plantas como a los macacos y a los ladrones de antigüedades que tanto daño han hecho a este bellísimo conjunto arquitectónico. Para asegurar su protección, muchas esculturas han sido enviadas al museo de Siem Reap, la moderna ciudad a la que pertenecen estos templos declarados Patrimonio de la Humanidad en 1992.