Igual que una bonita matriuska, que en Rusia es símbolo de fertilidad y maternidad, los históricos recintos de los «kremlins» son otro destacado emblema de la tradición y la cultura rusas. Su nombre (kryeml) ya se utilizaba en la Edad Media para designar la ciudadela de un asentamiento. Desde el siglo XIII, cuando se fundó el Principado de Moscú, y hasta la época zarista que comenzó en el siglo XVI –Iván el Terrible fue el primer monarca en adoptar el título de zar–, las ciudades más importantes de aquel extenso territorio –Rusia es hoy el mayor país del mundo– no se rodeaban de murallas, sino que agrupaban sus tesoros todos juntos en el corazón de la urbe donde, allí sí, erigían un kremlin para protegerlos, con sus murallas y defensas. Por eso, cuando hoy se visitan estos recintos fortificados, tras un sobrio exterior aparecen esplendorosas catedrales, iglesias y palacios de soberanos. Junto a los cinco kremlins rusos de este artículo declarados Patrimonio de la Humanidad, el país conserva los de Pskov, Smolensk, Rostov, Tula, Nizhni Nóvgorod, Tobolsk, Kolomna, Zaraisk y Astracán.