empezando por Cagliari
Cagliari es la capital de Cerdeña y su lógico punto de entrada por las abundantes conexiones aéreas. Casi un tercio de la población de la isla habita en esta ciudad, un núcleo compacto, comprimido entre el golfo de Los Ángeles, las montañas y la gran laguna de Molentargius, con marismas frecuentadas por flamencos que acuden para nidificar. Allí se los puede contemplar a escasos metros de las casas y de lo que en su día fue llamada «la ciudad de la sal», una colonia industrial que contaba incluso con un teatro. La sal de Molentargius se exportó durante siglos a España, ya que Cerdeña pasó a formar parte de la corona aragonesa en 1323, tras vencer en una batalla naval a los pisanos que controlaban esta región mediterránea desde que en el siglo xi, aliados con los genoveses, expulsaron a los sarracenos.

Foto: Shutterstock
Una catedral, muchas influencias
En Cagliari, el legado pisano se preserva en las torres del Elefante y de San Pancracio que todavía delimitan el barrio de Castelo, de belleza decadente. En lo alto se halla la catedral, cuya mezcla de estilos refleja la historia de la dominación sarda: el románico corresponde a los pisanos, el barroco a los españoles y el neoclásico a los Saboya. Más venerada es la iglesia del barrio de Bonaria, en honor de cuya virgen protectora de los navegantes Pedro de Mendoza bautizó la ciudad de Buenos Aires del Nuevo Mundo.

Punta Molentis / Foto: iStock
Playas capitalinas
Sin embargo, la mayor parte de los turistas no llegan al sur de Cerdeña movidos por la fe, sino en busca de las playas más idílicas de la región. La propia capital disfruta del arenal de Poetto, extendido a los pies de un monte que, por su forma, se conoce como la Silla del Diablo. Menos concurridas son las playas del municipio de Villasimius, al este de Cagliari, que incluye la Reserva Marina de Capo Carbonara, con arenales vírgenes y aguas turquesas. También destaca Porto Giunco, una lengua de arena atrapada entre el mar y las marismas de Notteri, muy apreciada por las aves migratorias y como escenario publicitario. Otra opción cercana es la playa de Punta Molentis, pequeña y delimitada en un extremo por una colina donde se conservan restos de nuraghe, los monumentos prehistóricos de Cerdeña.

Playa Tuerredda / Foto: Shutterstock
La hipnótica costa de Chia
Si desde Cagliari se opta por ir en dirección sudoeste a la región llamada Sulcis Iglesiente, Chia y su costa también esconden rincones espectaculares, como la playa de Tuerredda, asentada entre dos cabos de arena fina. Pero si se quiere gozar de un paisaje salvaje de verdad, hay que dirigirse hacia el oeste por una carretera recta, literalmente sin curvas, que atraviesa los montes Sulcis y que desemboca en Fontanamare.

Islote del Pan de Azúcar / Foto: Shutterstock
El «pan de azúcar» mediterráneo
Este es un litoral barrido por el viento mistral, que hace las delicias de los surfistas. Aquí no hay equipamientos playeros, aquí manda la naturaleza. Se comprueba en la cercana Masua, una ensenada con calas y farallones que emergen del mar, como el solitario islote del Pan de Azúcar, un referente de esta costa que, con 133 m, reclama ser uno de los más altos del Mediterráneo. El islote se puede ver aún más de cerca a la salida de la Galería de Porto Flavia. Esta obra de ingeniería facilitaba el embarque del cinc y el plomo extraídos de las minas locales a través de un muelle suspendido en altura. Hoy es un ejemplo de arqueología industrial reconocido por la Unesco.

Isla de San Pietro / Foto: Shutterstock
Las ilsas del sur
En el pasado, la sal y los minerales atrajeron a distintos pueblos comerciantes e invasores, empezando por los fenicios, cuya huella es evidente en la pequeña isla de San Pietro, y aún más en la de Sant’Antioco, situadas frente a la punta sudoccidental sarda. La última, unida a Cerdeña por un puente, conserva vestigios púnicos y cuevas acondicionadas como viviendas que estuvieron habitadas nada menos que hasta el año 1980. A pocos pasos se halla la basílica del santo (en la imagen), con sus huesos expuestos sin mucha ceremonia en una vitrina de cristal, lo que no impide que cada tarde las abuelas se acerquen a rezarle el rosario. San Antíoco procedía de Mauritania y por eso se lo representa con el rostro oscuro.

Isla de San Pietro / Foto: Shutterstock
Un reducto de autenticidad
También de África, en concreto de la isla tunecina de Tabarka, llegaron los habitantes de la población de Calasetta («cala de seda») y de Carloforte, núcleos principales de San Pietro. Carlo Emanuele III de Saboya les dio permiso para instalarse en 1769, en honor a un lejano pasado genovés y tras ser expulsados por el bey de Túnez. Los recién llegados organizaron su vida alrededor de las migraciones del atún rojo, cuya pesca fue durante mucho tiempo la principal fuente de riqueza de la zona. Hoy esta zona tranquila y poco industrializada se ha convertido en una de las regiones naturales más bellas de Cerdeña, sembrada de calas de nombre sugerente como Maladroxia, «el reposo del guerrero». Aquí no abundan las tiendas de recuerdos, sino que los aldeanos siguen vendiendo el pescado en el puerto a precios anacrónicos conforme llegan las barcas, disfrutan de la charla improvisada con el extranjero y se divierten contemplando las artimañas de la cigüeñuela –que ellos llaman cavaliere d’Italia– cuando intenta robarles algún fruto del mar. La región del Sulcis Iglesiente es, en definitiva, un reducto de autenticidad.