Don Enrique Peña Belsa tiene 94 años, un flequillo coqueto, unos ojos vivos, unas memorias manuscritas en un cajón y viste una camisa tan impoluta como lo es su forma de hablar: “Tengo muchísimo gusto en recibirlos en estos momentos”, dice sentado bajo un cuadro del artista ecuatoriano Oswaldo Guayasamín. Como antiguo notario es un perfecto maestro de ceremonias que levanta acta de todo lo que se va hablando. En la tertulia estival le acompañan dos sobrinos, Antonio (vecino del pueblo experto buscador de trufas) y Juan (alias Tapiales), que es la persona a quien le confía el cuidado del palacio familiar durante los meses que pasa en Barcelona. Suenan las campanas de la vecina iglesia de Fuentespalda y su sonido se cuela por los portones abiertos.
En el salón hay un árbol genealógico que se remonta al S. XVI y una mesa con retratos de toda la familia, de su esposa Catalina, fallecida hace ya unos años, y de otros tantos y tantas, en fotografías sepia o de vivos colores, de quienes va recitando parentesco. “Llegan ustedes a la comarca donde precisamente está la Torre del Marqués -arranca ceremonial con un pequeño discurso que ha memorizado para antes de la merienda con la que nos agasaja- y sepan que la Torre del Marqués está rodeada por una corte de honor que son todas estas masías y casas antiguas como la nuestra que quedan en el territorio y que, en cierto modo, nos consideramos soportes de esa sostenibilidad de la que tanto se habla ahora. Somos instituciones que parecen meros recuerdos del pasado pero sin futuro ninguno. Y yo espero que tengamos futuro, incluso yo mismo, que tengo 94 años, confío que haya un futuro”.
Y es así, como quien no quiere la cosa, que Don Enrique Peña Belsa resumió a la perfección el concepto del Hotel Torre del Marqués: mirar hacia el futuro del Matarraña sin olvidar el pasado. Este humilde cronista habría podido volverse a casa con todo el trabajo ya hecho.