Desde hace siglos, entre guerras y rivalidades intestinas, las ciudades toscanas han alimentado a la vez un arte sin par y el orgullo de su riqueza natural y humana. Por un lado, el paisaje suave, propio de la región, se abre a escenarios impresionantes, de bosques, vides y olivos; por otro lado, los toscanos han vivido sus centros urbanos y sus espacios al aire libre como lugares de contrastes o de avances arquitectónicos y artísticos. Se podría afirmar que el genio enérgico y creador ha sido el gran don de este pueblo. Y en lo que concierne a Florencia, como narraba el historiador francés Hippolyte Taine:
Ya bajo los primeros Medici, los placeres más fuertes son los de la inteligencia, y el espíritu de los florentinos se manifiesta vivaz y cáustico.
La agitada historia de la Toscana empieza en la Baja Edad Media, cuando localidades como Pisa, Lucca, Siena y Florencia se disputaban el control de esta tierra tan abrumadora y del comercio que pasaba por ella, como el de la sal. A partir de la lucha entre los güelfos (partidarios del Papa) y los gibelinos (del emperador) se desató una serie infinita de batallas: la unión de Florencia y Lucca contra Pisa y Siena representó una de las rivalidades más antiguas de Italia. Incluso dentro de una misma ciudad no faltaban las continuas divisiones: no olvidemos que Dante Alighieri –del que en 2021 se han conmemorado los 700 años de su muerte– tuvo que exilarse por ser enemigo de quien acababa de ascender al mando; por eso afirmó en el canto XVI del Paraíso: «Y cual girando el ciclo de la luna / las playas sin cesar cubre y descubre, / así hace la Fortuna con Florencia». Podemos imaginar su estado de ánimo cuando tuvo que dejar la ciudad a la que nunca más volvería, su desencanto y su tristeza. Así, superando algunos cerros que la rodean, tuvo que girarse una última vez para admirar desde lejos las torres y los techos anaranjados, el río Arno...