A la sombra del volcán

Un viaje por el Tenerife que nadie se espera

La cara norte de esta isla esconde rincones que parecen de un mundo perdido entre los que destacan los paisajes volcánicos, los bosques de laurisilva y las calas al pie de acantilados.

El Teide cobija el valle de La Orotava como un gigantesco guardián dormido. Se cree que la nieve de su cumbre propició el topónimo Nivaria, el nombre con que Plinio el Viejo introdujo la isla en la historia. Por el mismo motivo quizá desde mucho antes era ya Tener Ifez, la Montaña Blanca en idioma tamazight, que sumaba milenios cuando los castellanos conquistaron finalmente la isla en 1496. No todo el mundo sabe que Tenerife fue rendida al mismo tiempo que aquel Nuevo Mundo que Colón había encontrado camino de las Indias orientales. Ni que sus habitantes, los guanches, eran altos y de piel clara, desconocían los metales y habitaban aún en el Neolítico. Ni que durante mucho tiempo se les buscaron reminiscencias nórdicas e incluso atlantes, sin saber que su origen estaba a solo 100 km, en la costa norteafricana, la tierra del pueblo bereber o amazigh.

Un viaje por el Tenerife que nadie se espera

Punta de Teno: tan remoto y tan salvaje

Tenerife ofrece naturaleza, pueblos, gastronomía e historia para todos los públicos. Su eterna primavera permite visitarla en cualquier época del año y el macizo volcánico de las Cañadas sobre el que se yergue el cono del Teide (3718 m) divide la isla en dos vertientes muy diferenciadas. Frente al sur, más árido, más cálido y más enfocado a la fórmula de playa y ocio nocturno, el norte se perfila como un horizonte escarpado envuelto en brumas. Una buena muestra es el noroccidental Parque Rural de Teno: más de 8000 hectáreas de un paisaje que, literalmente, corta el aliento.

Teno está lejos de todo, hasta de sí mismo, porque entre sus cotas alta y baja hay nada menos que 1000 m de diferencia. Administrativamente está formado por los municipios de Buenavista del Norte, Los Silos, El Tanque y Santiago del Teide, y geográficamente, por una serie de diques, pitones y coladas volcánicas que emergen del mar. La única manera de llegar por tierra a su extremo meridional y al faro que lo custodia es una estrecha carretera que parte de Buenavista, que solo pueden recorrer autobuses y que se cierra ante la amenaza de lluvia o viento. Pero la promesa de los atardeceres de Punta Teno alienta a senderistas y a conductores avezados que se animan a seguir la carretera cuando el acceso está abierto, a partir de las 19 h (octubre-junio) o de las 20 h (julio-septiembre).

Punta de Teno
Faro Punta de Teno / Foto: Shutterstock

Postales de otro tiempo

Sobre el fondo de Los Gigantes, paredes de 600 m de altura que los guanches consideraban dioses, el faro parece una postal de otro siglo. Lleva en pie desde 1807 y, en días claros, desde su emplazamiento puede observarse la vecina isla de La Gomera. No es el último anclaje europeo antes de aventurarse en el Atlántico, pero aún así la Punta de Teno tiene algo de faro del fin del mundo. Probablemente su prolongado aislamiento sea lo que ha convertido la zona en un refugio para especies amenazadas, como la paloma de la laurisilva o el lagarto gigante de Teno, que habitan en una de las más nutridas áreas de tabaibas y cardones, dos de los endemismos vegetales de la isla. 

Teno
Teno / Foto: Shutterstock

Un mundo casi perdido

La zona alta de Teno es una sucesión de carreteras sinuosas, curvas de vértigo y paisajes extraídos de la mano de un ilustrador de literatura fantástica. Masca, una aldea perdida que salpica de blanco un escenario de farallones que caen hacia el mar es, sin duda, el mejor de ellos. Hasta aquí, con cierto temple, se puede llegar en coche propio o también contratar un servicio combinado para descender su barranco a pie. La excursión dura unas tres horas y culmina en una minúscula cala de arena negra desde la que una embarcación traslada a los excursionistas al Puerto de los Gigantes, un punto clave para el submarinismo y el avistamiento de cetáceos. Sin entrañar especial dificultad, la ruta requiere de cierta forma física. Si se carece de ella, conviene no dejarse seducir por la promesa de una aventura en la que no hay –literalmente– marcha atrás.

Garachico
Garachico / Foto: Getty Images

zambullidas volcánicas en garachico

Lo que sí es para todos los públicos es el baño y el lugar más emblemático para zambullirse en el mar es Garachico. La que hoy en día es una coqueta localidad fue en su momento el puerto de embarque de los vinos malvasía que Tenerife exportaba a Inglaterra. Al menos hasta que el volcán Trevejo despertó de su sueño de siglos enterrando parcialmente el pueblo, su puerto internacional y los barcos fondeados en él. Corría el año 1706. La colada volcánica se enfrió al penetrar en el mar y su marcha quedó detenida en un paisaje negro y rugoso de relieves y pozas que, 300 años más tarde, constituye el idílico marco de las piscinas naturales de El Caletón. Sumergirse en las oscuras aguas de Garachico es como bucear en la historia de la isla y nadar sobre los restos de barcos, cargamentos y sueños que duermen bajo la lava solidificada.

Drago Icod de los Vinos
Drago Milenario / Foto: iStock

A la sombra de un drago

Icod de los Vinos, a apenas 8 km de Garachico, guarda dos de los enclaves más populares de la isla: el Drago Milenario y la Cueva del Viento. El magnífico árbol (Dracaena draco canariensis), el mayor drago de las Canarias, mide 16 m de alto y 20 m de circunferencia y, en realidad, tiene unos 800 años, no mil. Declarado Monumento Nacional hace más de un siglo, se encuentra dentro de un parque situado junto a la iglesia de San Marcos y que alberga otras especies vegetales endémicas de las Canarias. En cuanto a la Cueva del Viento, no todo el mundo sabe que tan poético nombre oculta un tubo volcánico de 17 km –el mayor de Europa–, formado por el descenso de las coladas de lava del Pico Viejo. Las visitas guiadas que se adentran en la gruta duran 45 minutos y recorren unos 250 m. Más allá solo se interna el grupo de espeleólogos que realiza la cartografía de sus profundidades.

Las verdes faldas del Teide

Si se desea alternar naturaleza con entornos urbanos sorprendentes y llenos de historia, el mejor enclave es La Orotava. Este fértil valle, también denominado de Taoro, desciende desde Las Cañadas entre las masas de pino canario que componen el Parque Natural de la Corona Forestal, la zona protegida más extensa de Canarias, con 50.000 hectáreas que abarcan bosques, barrancos y aldeas alrededor del Parque Nacional del Teide.

El Teide
El Teide / Foto: Shutterstock

El Teide entre cumbres y miradores

Subir a la cumbre del volcán (3718 m) del Parque Nacional requiere la solicitud previa de un permiso especial. Para los más montañeros el ascenso supone unas 7 horas y 1350 m de desnivel desde Montaña Blanca. Hay también una ruta de menos de una hora desde el punto donde deja el teleférico, a 3555 m. Si se carece del permiso, desde ahí mismo parten varios senderos hasta miradores impresionantes. También resulta espectacular caminar por la base del volcán, en torno a los Roques de García, un grupo de formaciones volcánicas –el Roque Cinchado y la Catedral son las más famosas–, situadas a poca distancia del Parador Nacional del Teide.

La Orotava
La Orotava / Foto: Shutterstock

Un 'impasse' colonial en La Orotava

Subir a la cumbre del volcán (3718 m) del Parque Nacional requiere la solicitud previa de un permiso especial. Para los más montañeros el ascenso supone unas 7 horas y 1350 m de desnivel desde Montaña Blanca. Hay también una ruta de menos de una hora desde el punto donde deja el teleférico, a 3555 m. Si se carece del permiso, desde ahí mismo parten varios senderos hasta miradores impresionantes. También resulta espectacular caminar por la base del volcán, en torno a los Roques de García, un grupo de formaciones volcánicas –el Roque Cinchado y la Catedral son las más famosas–, situadas a poca distancia del Parador Nacional del Teide.

La Cuna del turismo en la isla

Puerto de la Cruz es la salida del valle de La Orotava al mar. Este antiguo poblado de pescadores fue el enclave donde comenzó el turismo en Canarias, cuando el sur aún no tenía aeropuerto y las guaguas debían pernoctar a mitad de camino entre Santa Cruz y Los Cristianos. Aunque la ciudad ha crecido hasta albergar a una población de unos 30.000 habitantes, el fuerte de San Felipe, la plaza del Charco, la minúscula playa urbana del Muelle o la Antigua Casa de la Aduana, en la cabecera del paseo marítimo de San Telmo, han llegado casi intactos hasta nuestros días.

En su pasión por fusionar urbanismo y naturaleza, el lanzaroteño Jorge Manrique rediseñó Playa Jardín y construyó un sueño de roca y agua en el Lago Martiánez, dotando a la ciudad portuaria de entidad propia en un paisaje repleto de posibilidades. En unos 20 km de radio, el visitante puede elegir entre disfrutar de un idílico paseo entre dragos y palmeras por la antigua hacienda azucarera de los Castro, lanzarse en parapente desde Los Realejos o embarcarse en el descenso de barrancos más técnico de toda la isla, el de los Arcos: lo denominan la Petra canaria, pues sus formaciones de tierra rojiza se dan un aire con la mítica ciudad jordana.

Puerto de la Cruz
Puerto de la Cruz / Foto: Shutterstock

Entre Guachinches y viñedos

Desde aquí a Tacoronte nos movemos por tierra de vinos y de guachinches, establecimientos que sirven comidas caseras y caldos de cosecha propia. Tacoronte es una de las cinco denominaciones de origen de Tenerife, una isla de viñas privilegiadas por el sustrato volcánico que las nutre y por ser anteriores a la filoxera, la plaga que acabó con las variedades de la Península.

A lo largo de la ruta surgen varios enclaves en los que apetece detenerse: las playas del Bollullo o el Socorro, muy apreciadas por los que practican el bodysurf, una atrevida manera de deslizarse sobre las olas... sin tabla; los pueblos de la Matanza y la Victoria, cuyos nombres podría ser que dentro de un tiempo se intercambiaran para ponerlos desde la óptica aborigen; el Mirador de los 500 Escalones o el del Lance, para observar la estatua del Mencey Bentor, el rey guanche que prefirió lanzarse al barranco antes que entregarse a los castellanos.

Anaga
Anaga / Foto: iStock

Anaga abrupta

Merece la pena adentrarse en el valle de Guerra solo para ver las olas elevarse cuatro o cinco metros por encima del espigón de Bajamar, las piscinas naturales donde los locales avisan a los peninsulares despistados: «Cuide a su hijo. Yo he visto al mar arrancar niños de estas rocas».

La autopista TF5 conduce al extremo oriental de la isla, a otro parque natural con desniveles de hasta 1000 m y verticales farallones sobre el mar. Es el Macizo de Anaga, un paraje repartido entre La Laguna, Santa Cruz de Tenerife y Tegueste, 15.000 hectáreas declaradas Reserva de la Biosfera en 2015, y cuyos 2500 habitantes se distribuyen entre apenas 26 pueblos. Aquí los topónimos castellanos conviven con los guanches, y paisajes como el Bailadero o Baladero son herencia de los ritos propiciatorios que los nativos realizaban con su ganado.

Además de cuevas y yacimientos paleontológicos, Anaga tiene el fenómeno mágico de los alisios. Las nubes permanentes que se enredan en sus cumbres destilan la humedad que necesita su vegetación, aún anclada en el Terciario. Los bosques de laurisilva que hace veinte millones de años cubrían Europa y el norte de África son hoy una reliquia que, con especies como laureles, líquenes, viñátigo, palo blanco, til y barbusano, conforman un decorado fantástico. El Centro de Visitantes de la Cruz del Carmen proporciona información sobre la red de senderos que hace menos de un siglo cruzaba un territorio solo transitable a pie. Al margen de excursiones largas y con desnivel destacable –el Faro de Anaga, el barranco de Chamorga–, hay caminos perfectos para ir con niños, como el del Bosque de los Sentidos.

Bosque de Laurisilva en Anaga
Bosque de Laurisilva en Anaga / Foto: Shutterstock

De miradores, pueblitos y caminos serpenteantes

Desde los miradores panorámicos se divisan los cables tendidos de risco a risco que antiguamente servían para trasladar materiales esenciales para la supervivencia. El mirador de La Jardina y el del Pico del Inglés poseen vistas espectaculares sobre la ciudad de La Laguna. El del Risco Magoje se asoma a Taganana, un pueblito con acceso directo a las playas de Benijo o Almáciga. Llegar hasta allí significa emprender un descenso de vértigo y atravesar varios estratos vegetales. La Taganana de las canciones de Pedro Guerra es aún un lugar idílico, conocido por unos pocos, y lo suficientemente aislado como para deleitarse en sus atardeceres y en el pulpo guisado de sus restaurantes.

 

Tenerife
Tenerife / Foto: iStock

Una antigua capital más viva que nunca

La vuelta de Taganana a La Laguna tiene algo de retorno a la civilización, aunque el casco histórico de la antigua capital tinerfeña parece haberse anclado en el siglo xv que la vio nacer, alejada del mar y los piratas. Su reconocimiento como Patrimonio de la Humanidad en 1999 ha contribuido a la rehabilitación de edificios y la peatonalización de calles. Hoy San Cristóbal de La Laguna exhibe con orgullo su composición en cuadrícula –en oposición al abigarrado esquema de los núcleos medievales–, un trazado que serviría de modelo para las ciudades del Nuevo Mundo.

Sede de la primera Universidad canaria y unida a Santa Cruz por tranvía, la villa lagunera se ha convertido en un nuevo referente de ocio y cultura para los tinerfeños, con charlas, exposiciones, museos y unas calles amplias en las que las terrazas se abren frente a palacetes de siglos pasados, como la Casa del Corregidor o la de los Capitanes Generales. En la actualidad, los laguneros siguen citándose a las puertas de la Iglesia de la Concepción y el reloj de su elegante torre de factura canaria continúa, como en el siglo xvi, marcando el tempo de sus habitantes y se erige en símbolo de la ciudad, lo mismo que el Teide lo es de Tenerife.

San Cristóbal de la Laguna
San Cristóbal de la Laguna / Foto: iStock