Si se viaja a Lauterbrunnen con el diccionario alemán, su nombre resultaría compuesto por dos palabras que vendrían a significar ‘fuentes’ y ‘ruidosas’. Pero la etimología no es del todo justa con este valle glaciar ya que lo que impresionó a J.R.R. Tolkien en su día son las 72 cascadas que caen desde las dos vertientes y se precipitan por paredes de más de 400 metros de altura. De ahí que su nombre más justo sea 'cataratas ruidosas'. Porque, eso sí, cuando el viajero se acerca a cualquiera de sus bases, el estruendo es ensordecedor. Para emular la visión que tuvo el literato inglés, quien se inspiró en este paisaje para su élfico Rivendel, lo ideal es subir hasta la Wengwald, un apeadero mínimo desde donde, entre cabañas de madera, esta U con cataratas se vislumbra en todo su esplendor.
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Vista desde Wengwald Foto: Shutterstock
Pero, aún así, Lauterbrunnen es más fascinante desde abajo, con la localidad homónima como punto de partida de un safari de saltos de agua que solo los campanarios de las iglesias osan a desafiar con su esbeltez. Pese a la altura de cataratas como la de Staubach, la más singular de todo el macizo es la Trümmelbachfälle.
Y lo es por ser la cascada interior más grande de Europa, un hito que se descubre subiendo en un rudimentario ascensor desde donde se suceden miradores, ventanas rupestres y túneles que permiten seguir el curso del agua por las venas de la montaña. A lo toboganes, requiebros y pozas que forma el deshielo procedente de los glaciares de los picos Eiger, Mönch y Jungfrau hay que sumarle el rugir del caudal, fruto de los 20.000 litros de agua por segundo que por aquí se despeñan.

Trummelbachfalle Foto: Shutterstock
Rumbo a Piz Gloria, el mirador de James Bond
Cuando se llega a Stechelberg, la estrechez de la garganta hace pensar que el trayecto ha llegado a su fin. Sin embargo, aquí parte el funicular que, mirando a los ojos a la cascada de Mürrenbach -la más alta del valle con 417 metros- conduce a montañeros y locales hasta el pueblo sin coches de Mürren. Levantado como pueblo de pastores hace siglos, este conjunto de chalets de montaña situado frente a la barriga pedregosa del monte Schwarzmönch vio como los deportes de invierno cambiaron para siempre su sino a inicios del siglo XX. La llegada de los turistas ingleses trajo consigo el auge del esquí hasta el punto de crear Inferno, una carrera que, desde 1928, presume de ser la más larga del mundo, con 14,9 kilómetros. Pero el británico que cambió para siempre esta postal alpina arribó en 1968 y lo hizo al servicio secreto de Su Majestad.
El éxito, a lo largo de la década de los 60, de los filmes de James Bond no solo trajo alegrías y taquillazos a los responsables de EON Productions. También una responsabilidad: fascinar a los millones de espectadores sedientos de adrenalina elegante que ansiaban ver la séptima entrega de la saga. El desafío era mayúsculo, y más teniendo en cuenta de que se iba a tratar de la primera película sin Sean Connery como protagonista. Por eso se la jugaron todo a un escenario espectacular, el monte Schilthorn, donde un restaurante rotatorio a medio construir se podía transformar en la guarida perfecta para el malísimo Blofeld. El dinero de Hollywood permitió terminar este delirio constructivo a 2.970 metros de altitud y, también, lo acabó bautizando porque, desde entonces, esta instalación es conocida por todo el mundo como Piz Gloria.

Foto: Marco Zurschmiede. Schilthorn
Desde Mürren parte el telecabina que alcanza este mirador que, además de sus connotaciones peliculeras, tiene como aliciente ofrecer una vista de 360º sobre los Alpes. En un extremo, el trío del macizo de la Jungfrau formado por el propio Jungfrau, Mönch y Eiger. En el otro, el lejano Montblanc. Y por el camino, el anzuelo de disfrutar de un brunch en el restaurante que tarda 45 minutos en girar sobre sí mismo mientras al otro lado la naturaleza es una pantalla de cristal. En el mismo edificio hay una exposición interactiva sobre las vicisitudes del rodaje de 007 al servicio secreto de su Majestad en la que las curiosidades sobre el filme se alternan proyecciones del mismo. La temática Bond también espera afuera, donde los carteles recuerdan que este es el germen del turismo cinéfilo. O, al menos, el primer lugar construido casi ex profeso para una ficción cuyo gancho sigue siendo, precisamente, el cine.

Puente tibetano en Birg
Unas pequeñas escaleras metálicas invitan a los más intrépidos a coger el sendero que une el Schilthorn con el lago de Grauseewli, donde al caminante le espera una panorámica más privada. Y desde ahí, en apenas dos horas, se alcanza Birg, la estación intermedia del funicular donde espera una mirador frente al macizo pero, sobre todo, una senda de aventuras tallada directamente sobre la pared desnuda donde hay puentes tibetanos, túneles de metal y pasarelas acristaladas donde poner a prueba el vértigo. Quien quiera alargar la estancia en Mürren puede optar por hacer la adrenalínica vía ferrata que une este pueblo con Gimmelwald o subir en tren hasta Almendhübel para luego descender entre prados y vaquitas y llevarse de regalo una buena dosis de postales alpinas.

Foto: Suiza Turismo
El regreso al pueblo de Lauterbrunnen se puede realizar tomando de nuevo el telecabina que baja a Stechelberg o bien tomar los caminos que, partiendo de Mürren, toman dirección norte hasta la estación de Grütschalp. Esta opción permite recorrer con más parsimonia la propia Mürren, pasando por rincones puramente heidianos como la vista de la capilla de María alzando su campanario de madera al cielo suizo o los chalets de madera que, erigidos como hoteles y restaurantes, conforman una armonía de flores, balcones y tejados puntiagudos irresistible. Al abandonar el suelo cementado, el camino deja a un lado la estación de tren para adentrarse por árboles que, a su antojo, se alternan con miradores adrenalínicos como el de Wengsicht. Ubicado justo frente al de Wengwald, este balcón natural es una forma ideal de cerrar el círculo, de atar esta U, de subir y bajar por un valle cuyas 72 cascadas no se cansan de sorprender a todos.