El Véneto, un lienzo de color al norte de Italia

Venecia es el punto de partida de un viaje cargado de arte que se prolonga por las colinas y llanuras de esta región italiana hasta las bellas ciudades de Padua y Vicenza

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Foto: Olimpio Fantuz / Fototeca 9x12

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Una tierra fértil

Las hileras de viñas tapizan las suaves colinas de Ogliano. Al fondo se alzan las cumbres nevadas de las montañas Dolomitas.

Foto: Thomas Böhm / Age fotostock

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Venecia

El Palacio Ducal asoma una de sus fachadas a la Piazzeta, con vistas a la isla y la iglesia de San Giorgio Maggiore.

Foto: Getty images

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Padua

La Basílica de Santa Justina vista desde el Prato della Valle (Il Prato), una enorme plaza decorada con un canal y 78 estatuas.

Foto: Susanne Kremer / Fototeca 9x12

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El gran canal

Los venecianos del siglo XVI con villas en el campo viajaban en barca hasta la Laguna y luego por el canal de Brenta. En la fotografía, la basílica de Santa Maria della Salute.

Foto: Daniele Martinello / Age fotostock

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Bassano del grappa

El puente Viejo (también llamado de los Alpinos y de Palladio) cruza las aguas del río Brenta.

Foto: Johanna Huber / Fototeca 9x12

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Gusto por lo clásico

La Villa Barbaro (en la imagen) y la Villa Emo (izquierda), ambas de Palladio, comparten las líneas simétricas y la decoración con frescos de tema mitológico y campesino.

Foto: Arcangelo Piai / Fototeca 9x12

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Montes de treviso

Al norte de la ciudad se extienden praderas y laderas boscosas que en invierno se transforman en pistas de esquí.

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Véneto

Ruta desde Venecia al lago de Garda

Venecia es un escenario. Nació ya con la intención de maravillar. Pero esta asombrosa ciudad se halla dentro de otro plató: el Véneto, cuyo ritmo lo ha marcado durante siglos La Serenísima, su capital acuática.

Para hacerse una idea del engarce entre estos dos proscenios, el marítimo y el terrestre, no hay más que desplazarse al Lido. Allí, en los días diáfanos, frente a la isla San Lázaro –sede del monasterio armenio mequitarista–, el viajero contemplará la vieja urbe de campanarios espejeándose en aguas que juguetean con la luz solar. Tras la ciudad emergen las montañas Dolomitas, imponentes, azuladas y a menudo nevadas, y por poniente, los oteros volcánicos de los montes (colli) Euganei, morada última del poeta Francesco Petrarca. He ahí el doble escenario y nuestra meta.

El viaje por Venecia y su región seguirá las huellas del arquitecto Andrea Palladio, pseudónimo de Andrea di Pietro della Gondola (Padua, 1508-1580). En su amplia obra las iglesias constituyen un conjunto homogéneo que se reconoce por las fachadas de columnas, como un templo clásico de una sola nave. La iglesia del Redentor, uno de los últimos y mayores proyectos del arquitecto, es una de las siluetas más singulares de Venecia gracias a su gran cúpula de estilo bizantino que sobresale en altura y las dos torres circulares a los lados.

A pesar de la fama que consiguió en la época, el proyecto de Palladio para reconstruir el puente de Rialto fue descartado. Resulta interesante meditar en ello mientras se cruzan las aguas del Gran Canal por esta pasarela de piedra flanqueada de tiendas que proyectó Antonio da Ponte en 1588.

El viaje por Venecia y su región seguirá las huellas del arquitecto Andrea Palladio, pseudónimo de Andrea di Pietro della Gondola

El ambiente popular y el griterío del mercado se prolongan por las calles que conducen a la plaza San Marco, abarrotadas de visitantes. Pero antes de maravillarse con la mágica Catedral, el Palacio Ducal y los puntos de fuga vertical y horizontal del Campanile, conviene sentarse a saborear la gastronomía veneciana. El acierto está asegurado con un risotto, unos moscardini (pulpos), polenta con bacalao o los ciccheti (montaditos), con su amplia gama de gustos y salsas, sobre todo los que sirven en la taberna I xemei de Ruga Rialto.

En esa ciudad teatro, donde viví muchos años, me gusta aún perderme por sus calles, especialmente las menos transitadas: el enorme Astillero (Arsenal) del que salían naves como rosquillas; las soleadas Zattere, desde cuyos puentes oteaban la belleza y el mal del mundo John Ruskin, Ezra Pound y Josef Brodsky; las calles de Cannareggio y del barrio judío; la elegante Riva degli Schiavoni, donde cantaron en verso y música Petrarca y Vivaldi; el barrio de la iglesia de los Frari, que bulle de estudiantes; para terminar a menudo ante la iglesia dei Miracoli, la pequeña joya arquitectónica que tanto agradaba a Nietzsche.

El encanto de los pueblos del Véneto

Hay quien podría pensar que después de Venecia no hay nada, pero el Véneto es una región repleta de paisajes y de tesoros artísticos y gastronómicos, con Padua y Vicenza como los nombres más conocidos. Existe no obstante un conjunto de poblaciones medievales al norte que son una auténtica caja de sorpresas para el viajero.

A Padua se puede llegar por tren, carretera o siguiendo el canal navegable del Brenta a bordo de barcos que recuerdan el burchiello, la embarcación que utilizaban los nobles venecianos del siglo XVIII para desplazarse de la ciudad a sus ricas residencias de verano. En la ribera del Brenta surgieron centenares de villas en los tiempos dorados de Venecia. La primera es la famosa Villa Foscari, La Malcontenta, que Palladio construyó en 1560-65 combinando elementos de la arquitectura veneciana con esquemas clásicos, entre los que sobresale el pronaos. En Stra se halla Villa Pisani, una magnífica construcción versallesca, ocupada por Napoleón, con frescos de Tiepolo y un laberinto que fue escenario del film Porcile (Pocilga, 1969) de Pier Paolo Pasolini.

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Viajes curiosos

Destinos de película

Padua, la que fuera cuna del historiador romano Tito Livio, es "la ciudad de los tres sin": un santo sin nombre, san Antonio, al que todos llaman Santo, a secas; un café sin puertas, el Pedrocchi, del siglo XIX; y un prado sin hierba, el Prato della Valle, que hasta 1700 no era más que un pantano.

Padua alberga también una de las universidades más antiguas de Europa, patria de la ciencia moderna, en cuyas aulas enseñaron Galileo Galilei y Copérnico. Y entre sus joyas artísticas destaca sin duda la Capilla de los Scrovegni, de 1305. En sus frescos, realizados por encargo del banquero Enrico Scrovegni, el pintor toscano Giotto, contemporáneo y amigo de Dante, vertió su gran saber pictórico.

Tras tomar un capuccino en el elegante Caffè Pedrocchi y cruzar la Piazza della Frutta y la delle Erbe, conviene contemplar los bellos frescos del Palazzo della Ragione, el antiguo salón de Justicia. Y después admirar la Sala de los Gigantes del palacio Carrarese, decorada en el siglo XIV con una serie de frescos basados en el De viris illustribus de Francesco Petrarca –de ese ciclo, sustituido dos siglos después, solo queda la imagen del poeta en su estudio–, huésped del señor de Padua antes de retirarse a la aldea de Arquà, en las colinas Eugáneas.

Antes de visitar la Basílica de San Antonio, donde está enterrado el santo, y admirar la estatua ecuestre de Gattamelata junto a otras esculturas de Donatello, recomiendo degustar alguno de los recios platos locales, como la pasta e fagioli o la gallina y la olla paduanas, amenizados con vinos de las colinas.

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Escapada al Véneto

De Verona a Vicenza

Hacia el oeste la llanura véneta se torna impersonal: una hiperpoblada y neblinosa landa, tránsito obligado entre urbes, a la que los cercanos Alpes y los montes Berici dan un punto de fuga imprescindible.

De todas las ciudades vénetas, Vicenza es tan escenográfica como Venecia y más romana que esta. Y ello es debido al genio creativo de Palladio, que aquí aprendió a construir –era albañil– y a soñar arquitecturas clásicas con la ayuda del humanista local Gian Giorgio Trissino. Pasear por sus calles es sentirse actuar en un teatro cuyo espacio y contenido coinciden con la vida cotidiana. La Basílica, empezada a construir en 1546 y sede del gobierno local; la Loggia del Capitanio, de 1565; el Teatro Olímpico, de 1580 y completado por Scamozzi; el Palazzo Chiericati, de 1550, y un largo etcétera se construyeron para que un grupo de personas medio acaudaladas y soñadoras viviera en una perenne ficción romana entre montañas.

La moda de las villas se extendió por toda la región. Más allá de Vicenza, en Maser y en Fanzolo di Vedelago se hallan dos buenos ejemplos, la Villa Barbaro y la Villa Emo, cuya elegancia de líneas exteriores se complementa a la perfección con la decoración interior, compuesta por delicados frescos murales, columnas jónicas con volutas florales, relieves en las paredes y techos con molduras.

Rumbo a Maser aparecen dos paradas ineludibles. La primera es la localidad de Marostica para admirar sus dos castillos (Superior e Inferior) y la Piazza degli Scacchi (plaza del Ajedrez), donde los años pares, en septiembre, se realiza una partida con personas vestidas de época medieval. A poca distancia se halla Bassano del Grappa, una rica ciudad, famosa por sus espárragos blancos y especialmente por la grappa (aguardiente). El Museo Municipal, instalado en el convento contiguo a la iglesia de San Francesco, alberga una pinacoteca con obras de la escuela veneciana, entre los que destaca Jacopo da Ponte (1515-1592), que cambió su nombre por el de Bassano, su ciudad natal.

Siguiendo la estela del Brenta

En Bassano del Grappa volvemos a encontrar el río Brenta, cuyas aguas sobrevuela el Puente de los Alpinos que Palladio construyó en 1569. En la Primera Guerra Mundial, toda la zona se convirtió en un escenario de batallas entre las tropas italianas y las austrohúngaras, y más tarde también presenció la lucha de la resistencia al fascismo nazi, de ahí los monumentos fúnebres y los osarios esparcidos por doquier.

Asolo, una pequeña ciudad altozana que domina la llanura véneta, devuelve la alegría a los corazones. Embelesado, he contemplado varias veces la tornasolada campiña desde el castillo de Caterina Cornaro, la veneciana reina de Chipre, que se retiró allí de 1489 hasta su muerte, y del que fue huésped el humanista Pietro Bembo, autor de Gli Asolani. En los siglos XIX y XX, Asolo fue un refugio para diversas celebridades políticas y artísticas: la actriz Eleonora Duse (1858-1924), amiga del escritor y militar Gabriele d’Annunzio (apodado Il Vate, el profeta), el poeta y dramaturgo inglés Robert Browning (1812-1889), que cantó las excelencias del lugar en su Asolando (1889), la exploradora y escritora británica Freya Stark (1893-1993) y el músico Gian Francesco Malipiero (1882-1973). Un lugar para perderse y descubrir tesoros artísticos como La Ascensión de Lorenzo Lotto (1506) que decora el baptisterio de la catedral.

En la Primera Guerra Mundial, toda la zona se convirtió en un escenario de batallas entre las tropas italianas y las austrohúngaras

El viaje podría continuar en Possagno, donde visitar el museo del escultor Antonio Canova (1757-1822), o adentrarse por Valdobbiadene, la tierra del vino suave y delicioso prosecco –un néctar que descubrí en los años que enseñé en Feltre–. Pero es preferible emprender el viaje de vuelta hacia la llanura y dedicar una larga visita a Castelfranco. Esta ciudad amurallada fue la cuna de la poetisa Patrizia Valduga (1953) y del pintor Giorgione (1477 o 1478-1510), autor de la enigmática Tempestad que se expone en la Academia de Venecia y de varias pinturas de la catedral de Castelfranco.

El camino lleva a Treviso, rica y semiamurallada urbs picta, así llamada por estar llena de monumentos, palacios y fuentes. Por sus canales navegables llegaban barcas venecianas cargadas de mercancías exóticas. Hoy está volcada en la actividad industrial, cuyo ejemplo más famoso es la empresa Benetton; su fundación promueve el conocimiento de la diversidad cultural a través del arte. Para disfrutar de esa diversidad, precisamente, recomiendo dar un paseo por el barrio de la Pescheria y sentarse en un restaurante junto a los canales del Sile o en la plaza de la Signoria a probar la achicoria roja o el variegato de Castelfranco –una lechuga moteada conocida como "la rosa que se come"–, los quesos Montasio, Intrigo o Moesin, y alguno de los vinos locales (Manzoni, Boschera, Torchiato, Malbech).

De nuevo en Venecia, nada mejor para cerrar este círculo virtuoso alrededor de los maravillosos escenarios del Véneto que contemplar una hermosa vista: la que en los días diáfanos ofrece la terraza del modernista Palazzo Mulino Stucchi, sede del hotel Hilton, ante un helado o un buen vino y frente a las fachadas palladianas de la iglesia de San Giorgio y del Redentore.