El problema de las playas es ese, la adicción. Pasa en el Caribe, en las islas Griegas, en la costa tailandesa y lo mismo ocurre con Menorca. Quien va, repite. La arena tan fina que se cuela entre los dedos de los pies a cada paso que das, tan blanca como si la pureza naciera en esta isla. El sol aprieta, pero nunca demasiado. El viento dibuja calas imposibles, algunas de rocas, otras rodeadas de humedales, de acantilados, dunas o taludes.
El mediterráneo estalla aquí en mil azules, que aparecen y se esfuman a cada ola que muere en la orilla. La policromía se ceba en estos arenales. Azul claro, celeste, oscuro, índigo, capri, marino o maya, para el mar que baña Menorca; Verde oscuro, lima, esmeralda, brillante, claro u oliva, para los bosques que coronan las calas; Blanco roto, champagne, pálido, beige o marfil para la arena que viste las calas. Y en medio de esta tríada, cientos de colores convertidos en peces, corales, rocas, barcos, flores y puestas de sol.