El edificio más perfecto del mundo
Hay un momento del día, justo cuando el sol se da por vencido, en que el Taj Mahal se convierte en un ascua. El mundo parece tornarse naranja y el mausoleo, incandescente. Las líneas se difuminan, y la calina etérea que el calor y el viento han provocado a lo largo del día sumerge al espectador en un cuadro de William Turner. El río Yamuna se tiñe también de un naranja acarbonado. La belleza del edificio más perfecto del mundo es difícil de narrar. El filósofo bengalí Rabindranath Tagore fue el que más se aproximó: «es una lágrima en la mejilla del tiempo».
Situado entre los tres o cuatro iconos arquitectónicos indiscutibles, el Taj Mahal es la visita que todo el mundo tiene anotada en su primer viaje a la India. El impacto visual es inesperado, pues las sensaciones directas anulan las visiones previas obtenidas a través de fotografías o pantallas.
En días afortunados, la Luna y el Sol cohabitan durante un buen rato y al final el astro rey le cede gentilmente el protagonismo a Selene, y desde entonces el escenario se vuelve plateado. El Taj Mahal, sin embargo, es blanco. De un mármol reluciente, que durante el día contrasta esplendoroso con el azul del cielo y los macizos de flores de sus jardines. Se construyó en solo veintitrés años, entre 1631 y 1654 por orden del emperador Sha Jahan, deseoso de seguir plasmando en piedra las maravillas de su reinado, tras haber hecho levantar los famosos jardines Shalimar de Lahore, el Fuerte Rojo o la Jama Masjid de Delhi. Era el clavo que remachaba su obra de gobierno. Los folletos endulzan el relato hablando de un lugar de entierro digno del amor por su esposa, Arjumand, que murió al parir el decimocuarto hijo. Pero sin duda se trató de un autohomenaje, pues es el cenotafio de Sha Jahan el más destacado. Y es su nombre el que ha pasado a la historia.