En su invierno en Mallorca, la escritora francesa George Sand, que vino acompañada de su hija y de su amante Fréderic Chopin, tomó airadas notas acerca de una isla entonces desconocida en los salones parisinos. Mientras Chopin tosía componiendo al piano, ella hilvanaba un tejido de agravios: qué gente tan atrasada, qué frío, qué soledad. El libro que escribió después desanimaba a cualquier viajero a conocer la mayor de las islas Baleares.
Viniendo de un posrevolucionario romanticismo, la Sand no supo «ver» la isla ni entender que la aristocracia local no la agasajase como se merecía ella, una baronesa de cuna. En cambio, Chopin estaba a gusto, sentía que emanaba un «hálito poético» de cualquier lugar y escribía así en una carta de los cielos de Valldemossa: «Cada día las águilas giran ahí arriba y nadie les hace el mínimo caso». Era finales de diciembre de 1838.
Precisamente, Mallorca revela su cara más íntima en invierno, cuando vuelve a la calma y el abandono que describió Santiago Rusiñol en un libro de 1905 que aún resulta moderno. Entonces Palma respira, los pueblos costeros se recogen, los campos despiertan y sonríen.