Capri es un vigía de piedra con un ojo puesto en el golfo de Salerno y otro en el de Nápoles. Desde esta islita que es un universo en sí se obtiene una vista inmejorable de toda la bahía napolitana, con la presencia reinante del volcán Vesubio. Parece imposible que un peñasco de apenas 10 kilómetros cuadrados ofrezca al visitante tal ramillete de posibilidades. Todo es diminuto en Capri, acorde con la propia isla. Las calles, las plazas, los caminos… El lugar más célebre se llama Piazzetta, con eso está todo dicho. Las cuestas se salvan con un funicular que une el puerto con el centro de la capital, y para ascender al Monte Solaro se necesita un telesilla. Cada lugar está chapado como pieza de marquetería en esa roca mediterránea, hasta el punto de que solo cochecillos eléctricos se mueven por sus callejas, transportando bienes de consumo o las maletas de los turistas que no se animan a arrastrarlas por las empinadas cuestas.
Capri fascinó a los antiguos griegos, a los romanos y, en el siglo XIX, a los viajeros románticos que completaban el Grand Tour. A partir del XX fue refugio de la jet-set internacional, e incluso de Máximo Gorki y Lenin. Todo tiene un toque sofisticado en Capri. De los cafés a las tiendas, de la Casa Rosa de Anacapri al casi oculto restaurante en el que todas las noches cenaba el escritor Graham Greene en la década de 1950. Y si bien hay obras un tanto hercúleas como la Via Krupp –un camino de serpiente excavado en la roca–, la joya más recóndita es el mosaico de la iglesia de San Michele, que nadie debería perderse. Ocupa todo el pavimento del templo y muestra la expulsión del paraíso de Adán y Eva. Tal vez no se haya representado mejor lo que se perdió la pareja por sucumbir a morder una manzana.
Al desembarcar en el golfo de Nápoles –que tiene la silueta de las fauces de un pez abisal–, un tren de cercanías es la mejor manera de cubrir el trayecto de treinta minutos desde la capital de la Campania hasta las excavaciones más famosas de esta parte de Italia. Se puede empezar por Herculano, que tiene menos fama, pero puede resultar más ventajosa por su tamaño reducido y el perfecto estado de conservación de los restos. Mientras se pasea entre sus calles es fácil soñar con la vida de patricios, señores, militares y esclavos admirando los mosaicos de los suelos y los frescos de las paredes.
Y reconocer las casas donde se hacían actividades privadas, pero públicas a la vez, como los baños, los váteres o los lupanares.
Pompeya, por su parte, se lleva la fama. Y merecidamente. Está a media hora en tren de Herculano. Es entretenido recorrer sus amplias avenidas pavimentadas de sillares a cuyos lados van situándose mansiones de hace dos mil años, con nombres exageradamente sugerentes como Casa del Fauno, Casa de los Cupidos Dorados, Villa de los Misterios o Casa de los Criptopórticos. Una fastuosa ciudad dotada de un teatro pequeño y uno grande, adosados el uno al otro, para entretener a los pompeyanos, que no imaginaban que la principal tragedia la generaría el Vesubio, cuando en el año 79 arrasó sus vidas y los dejó literalmente petrificados: algunas estatuas en yeso reproducen las posturas en las que quedaron cubiertos por la lava.
El volcán se halla casi equidistante de Herculano y Pompeya, y merece la pena subir hasta su cono, pues una pista de lapilli del color de las galletas de chocolate facilita a los vehículos quedar muy cerca del cráter. Entonces un corto sendero permite asomarse a esa boca de 200 metros de profundidad y 600 de diámetro que ahora está calmada, pero a la que se le intuye su poder destructivo. Y que a la vez es la productora de una tierra fértil gracias a la cual en sus laderas se cultivan los tomatitos más jugosos de Italia, que adornan la vera pizza napoletana.
Media hora más de ferrocarril desde cualquiera de las estaciones de la falda del Vesubio deja en Sorrento, villa aromática inundada por el perfume de los limones que cautivó al gran tenor Enrico Caruso (1873-1921). Insinuando ya la tortuosidad de la Costa Amalfitana, Sorrento se asienta sobre un risco. A partir de la plaza Tasso se entra en contacto con un casco viejo peatonal, moderadamente laberíntico y, sobre todo, comercial, desde la que tal vez sea la heladería más famosa de Italia hasta el Museo de la Marquetería.
En esta ya de por sí relajante ciudad hay dos rincones campeones de la tranquilidad: los claustros de la iglesia de San Francesco, arcos y capiteles envueltos delicadamente en buganvillas que estallan en violetas y cárdenos en cualquier mes del año; y el Orto Cataldo, un limonar propiedad del ayuntamiento donde pasear por la sombra de los perfumados árboles y apreciar los procesos que transforman esa fruta en mermelada, limoncello (aguardiente), salsa, compota, polvo de cáscara… Los enormes y rugosos limones de la Campania, casi con expresividad humana, son el gran tesoro gastronómico de Sorrento, y acaban formando parte de ensaladas, risotti, pasteles, helados o guisos marineros.
Para adentrarse en el Golfo de Salerno siguiendo la retorcida Costa Amalfitana lo mejor es hacerlo en automóvil, con una conducción pausada que permita asimilar los acantilados sobre los que, cual funambulistas, se asientan sus poblaciones. Así se llega a la impactante Amalfi, que da nombre al litoral y que a primera vista parece una torre de Babel de colores claveteada a la pared rocosa. Una vez dentro de la villa, es mejor moverse a pie por sus callejas en cuesta, escalonadas, cruzadas por pasajes elevados, a veces convertidas en túneles. Y desembocar en la plaza de la catedral, donde espera el edificio más bello de la ciudad, el Duomo. Levantado en honor a San Andrés, realza su grandeza con una regia escalinata que precede a su pórtico dorado. La torre del campanario, cuadrada, es caprichosa como un minarete marroquí. Sus puertas de bronce, forjadas en el año 1000, fueron arrancadas de Constantinopla y llevadas hasta Amalfi para guardar el tesoro del interior del templo, un claustro hechizante.
Al salir de la iglesia, en la plaza del Duomo reina una fuente cuya figura más fotografiada es una mujer de cuyos pechos manan sendos chorros de agua. A partir de este punto vale la pena perderse por el casco viejo. En la Via Lorenzo, la más comercial de la ciudad, hay que detenerse en sus escaparates para disimular que falta el aire por mor de las cuestas y descubrir las pequeñas sorpresas que aguardan al girar cada esquina hasta terminar en el Museo Cívico, donde los aficionados a la historia y a la navegación podrán admirar el código de leyes marítimas de la República de Amalfi, del siglo XI, el más antiguo en su género. En aquella época competía con Génova, Pisa y Venecia por dominar el comercio del Mediterráneo. Ahora lo hace por atraer visitantes.
MÁS INFORMACIÓN
Documentos: DNI.
Idioma: italiano.
Moneda: euro.
Cómo llegar y moverse: Varias ciudades españolas tienen vuelos directos a Nápoles. En barco, Grimaldi Lines conecta Barcelona y Civitavecchia (norte de Roma). El tren y el coche de alquiler son medios idóneos para recorrer la zona. La línea férrea Circumvesuviana une Nápoles, Herculano, Pompeya y Sorrento. Para acceder al golfo de Salerno puede recurrirse al Metrò de Mare, un servicio de barcos que enlaza Nápoles, Ischia, Sorrento, Capri, Positano, Amalfi y Salerno. La Campania Arte Card (3 o 7 días) permite utilizar todos los transportes públicos y entrar en 80 sitios arqueológicos y museos.
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