
Descansando justo al sur del Ecuador, Tanzania se autoproclama el lugar que mejor condensa la esencia de África. Y lo hace con razón pues contiene todos los elementos del imaginario viajero: la sabana, los big five (león, leopardo, elefante, búfalo y rinoceronte) etnias, lagos, volcanes y playas. El norte del país es la región que concentra los parques más asombrosos.
Es difícil imaginar una manera más espectacular de llegar a Tanzania que sobrevolando el mítico Kilimanjaro. Sin embargo, a pesar de que sus 5.895 metros se alzan contundentes sobre una planicie desnuda, para contemplarlo en toda su magnitud debe intervenir la suerte, pues suele ocultarse entre las nubes. Su mera evocación es un poderoso imán para todos los que llegan al país, aunque de las nieves que inmortalizó Ernest Hemingway en 1936 cada vez queda menos: apenas una décima parte de los glaciares que halló Hans Meyer, el primer hombre blanco que lo ascendió en 1889.
Arusha, la capital de los safaris, está protegida por otro volcán, el Meru. Cuatro semáforos ponen orden en esta población algo insulsa pero segura y con toda la infraestructura para organizar la ruta. En el centro, comercios regentados por indios rodean el mercado, el mejor lugar para comprar viandas, figuras de madera y tinga-tingas, unas pinturas de estilo naif y origen tanzano. También hay restaurantes donde probar el ugali (harina de maíz con verduras o carne) y el excelente café tanzano.
El paisaje cambia drásticamente cuando se toma rumbo sudoeste hacia el Parque Nacional de Tarangire, a solo dos horas. Aparece entonces la extensa sabana, salpicada de árboles desamparados y pequeños poblados donde decenas de vendedores de brochetas, fruta y refrescos se apiñan ante las ventanillas de los vehículos que se detienen.
Tarangire tiene la belleza de lo salvaje y solitario y es un excelente preámbulo a los grandes parques tanzanos. Descomunales baobabs escoltados por acacias reciben al visitante, que se emociona frente a la enorme concentración de elefantes. Las aves abruman: hay que ser un experto para reconocer las más de 550 especies censadas. Pero sin duda, caminar por el área de conservación que linda con el parque es la experiencia más sobrecogedora: observar los animales sin el escudo del vehículo es una experiencia íntima, casi primitiva. Vale la pena redondear la visita con un safari nocturno en coche, algo que tampoco está permitido en los parques nacionales: es la mejor forma de avistar animales que durante el día se esconden y rehúyen al viajero.
El Parque Nacional del Serengeti es la estampa misma de África: la llanura infinita regala la mayor concentración de herbívoros del planeta
En apenas una hora rumbo noroeste se alcanza Mto wa Mbu, una población que cuenta con mercados bien surtidos, perfectos para encontrar artesanía y adornos tribales. Aquí vienen a intercambiar productos hombres y mujeres gorowas, hehes, chaggas… De todas las etnias, los masais destacan poderosamente. Vestidos con sus shukas rojos –telas que reemplazaron las pieles tras la visita del explorador escocés Thompson en 1883–, son ganaderos seminómadas que se instalaron en la región limítrofe entre Kenia y Tanzania en el siglo xviii.
Un centenar de kilómetros en dirección norte por una pista en no muy buen estado se divisa la silueta cónica del Ol Doinyo Lengai, la montaña donde habita En’gai, el dios de los masais. A este volcán activo, que se eleva a 2.890 metros junto al lago salado Natron, peregrinan regularmente para rogarle lluvia, hijos y ganado. Los ornitólogos, en cambio, lo hacen al rojizo lago Natron, pues sus aguas de gran concentración salina atraen a centenares de miles de flamencos que forman una asombrosa mancha rosácea, única en África, especialmente en época de cría.
Hay que regresar a Mto wa Mbu para acceder al Parque Nacional del lago Manyara. Al igual que el Natron y el Lengai, se tiende a los pies de la falla del Rift oriental –los geólogos aseguran que desgajará en dos el continente dentro de 15 millones de años–, pero Manyara es muy diferente del resto de reservas tanzanas. Para empezar, está cubierto de bosque y arbustos, lo que obliga a aguzar la vista y por supuesto a contar con un buen guía que nos ayude a descubrir animales camuflados, sobre todo leones subidos a los árboles. En su lago alcalino, rodeado de fuentes termales sulfurosas, suelen descansar centenares de flamencos, garzas y otras aves acuáticas, así como una destacada población de hipopótamos que resoplan semisumergidos en el agua.

La siguiente etapa del viaje es uno de los lugares más asombrosos de África: el cráter del Ngorongoro, un micromundo adonde han ido a parar casi todas las especies animales de esta parte del continente. Para alcanzarlo hay que trepar a la falla durante media hora por una buena carretera y atravesar una zona de plantaciones de maíz, mijo y judías. En la entrada de su área de conservación empieza un espectacular ascenso de una hora por un denso bosque húmedo, con árboles forrados de musgos y líquenes enredados con lianas. El pulso se acelera al asomarse desde alguno de los miradores sobre la caldera del Ngorongoro. El primer europeo en hacerlo fue Óscar Baumann en 1892 y, desde entonces, ha cautivado a todos sus visitantes. Al fondo de una brusca caída de 600 metros se encuentra el paraíso para miles de animales: un blanquecino lago salino, rodeado de praderas, humedales y pequeños bosques. Al descender a su base, impresiona lo cerca que desfilan las bestias, impasibles ante los coches. Leones, hienas, búfalos, elefantes... y hasta el casi extinto rinoceronte negro se dejará fotografiar en algún momento de la jornada.
El descenso del Ngorongoro ofrece impresionantes vistas de la llanura del Serengeti con una perenne nube de polvo sobre el horizonte. En el camino se cruza la garganta de Olduvai, donde se hallaron fósiles homínidos que permitieron encajar el rompecabezas de la evolución humana. Merece la pena detenerse en el museo para comprender de dónde venimos. Y también para prepararse para la pista de entrada al Serengeti: 60 kilómetros agotadores de baches y polvo. El Parque Nacional del Serengeti es la estampa misma de África: la llanura infinita regala la mayor concentración de herbívoros del planeta. Sin embargo, la cantidad de fauna que se ve depende de la zona y del momento de la visita. De febrero a junio los jugosos pastos del sur retienen las manadas de ñus, cebras, gacelas y elands (antílopes de cuernos retorcidos y jiva) antes de empezar la gran migración hacia el norte, hacia la reserva Masai Mara de Kenia.
Pero nunca es mal momento para perderse en Seronera, el corazón del parque, entre ríos, acacias solitarias y kopjes, las formaciones graníticas sobre las que se suelen apostar guepardos y leones, los protagonistas de este territorio, para avistar a sus presas. Por la noche, los rugidos arrullan a los viajeros que duermen en alguno de los campamentos o lodges de la reserva, disfrutando de la belleza sobrecogedora de una cubierta celeste compuesta por miles de estrellas. Sobrevolar el parque en globo al alba, disfrutando del sutil amanecer en mitad de la sabana, es la inmejorable despedida antes de partir rumbo a la ciudad de Arusha, confiando en que la suerte regale la instantánea final de la cumbre del monte Kilimanjaro, la reina de las montañas africanas.
MÁS INFORMACIÓN
Documentos: pasaporte y un visado que se tramita a la llegada.
Idiomas: inglés y suajili.
Moneda: chelín tanzano.
Horario: 2 horas más.
Salud: Se recomienda profilaxis antimalaria.
Cómo llegar y moverse: los vuelos de España hasta Arusha hacen escala en Ámsterdam, Nairobi o Dar-es-Salam.
Turismo de Tanzania