El Duero nace en los Picos de Urbión, nos contaban de niños en clase de Geografía. Hemos ido hasta allí a buscarlo en su cuna del valle glaciar sin saber que las fuentes que lo alumbran no siempre tienen agua. Son las nevadas estacionales y los afluentes, uno tras otro, los que van llenándole, derramándole en pequeños saltos, entre tierras como salidas de un poema: la Laguna Negra, Covaleda, Duruelo de la Sierra, enclaves míticos que acompañan su curso entre laderas de pinos hasta remansarse en la ciudad de Soria, a la que rodea como en un abrazo. La curva de ballesta, que cantaba Antonio Machado. También Gerardo Diego se enamoró de la nostalgia de su curso solitario, ese recorrido, entre los «álamos del amor» desde la ermita de San Polo a la de San Saturio, quizá solo apto para enamorados, ermitaños y poetas.