Una provincia de piedra y entramado

Un viaje por Salamanca desde su capital hasta la Sierra de Francia

La capital salmantina pone inicio a un viaje entre pueblos de piedra y madera rodeados por un entorno de gran riqueza hídrica y diversidad natural.

Las nieblas invernales que el Tormes arroja sobre Salamanca son parte esencial de su embrujo. Un filtro perfecto para que proliferen leyendas que, después de tres mil años de historia, han crecido hasta hacerse gigantes.

Este aura de misterio es un bonito pretexto para ir desvelando los tesoros de una ciudad que, sin embargo, destaca sobre todo por las luces. Y es que la razón que mana de su Universidad siempre se ha impuesto a la superstición, igual que el sol de invierno castellano se acaba sobreponiendo a las nieblas. Pero la capital charra no es solo un cúmulo de historias pasadas. Su identidad es esencialmente joven y el constante trajín de nuevos inquilinos la reinventa con aportaciones sobre las que seguramente también crecerán leyendas en el futuro.

Este viaje de mitos culmina en las sierras del sur de la provincia, un paisaje que sorprende por su poso histórico. En sus pequeños pueblos serranos de piedra, adobe y madera donde todavía se siente el paso de musulmanes y judíos, se descubren ancestrales cámaras oscuras y hombres vestidos de musgo, parajes remotos de gran diversidad donde se encuentra la fauna más esquiva e incluso eremitas que dan continuidad a la tradición de la vida contemplativa.

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GettyImages-1321008001 (2). ¡Bienvenidos a Salamanca!

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¡Bienvenidos a Salamanca!

La forma más solemne de cruzar el Tormes es valerse del Puente Mayor, que sirve estoico a la ciudad desde época romana. A medida que se superan sus 26 arcos, van asomando de entre la niebla las torres de la catedral y el característico color rojizo de la piedra franca que domina Salamanca. Se trata de una arenisca arcillosa que se extrae desde tiempos inmemoriales de las canteras de Villamayor y que, fácil de cortar y maleable, ha condicionado el devenir de la ciudad: sin ella difícilmente se habrían podido tallar esas fabulosas fachadas platerescas que la han puesto en el foco del patrimonio mundial y que también favorecen el vuelo de la imaginación.

Al llegar a la orilla norte, los restos de la vieja muralla nos conducen al escenario del mito local más célebre: el de la cueva de Salamanca. La leyenda, potenciada por un entremés de Cervantes, afirma que en esta oquedad el mismísimo diablo impartió enseñanzas sobre ciencias oscuras durante siete años a siete estudiantes. En realidad no es una cueva sino los restos de la cripta de una iglesia insertada en la muralla, la de San Cebrián. Curiosamente un santo que, después de brujo, se convirtió al cristianismo. Tal vez encierre algo de verdad el mito. Puede que aquí se estudiaran ciencias prohibidas antes de que dejaran de serlo, la alquimia antes de que evolucionara a una rigurosa química, o las ciencias de los astros antes de que la astrología y la astronomía se separaran. Quizás este agujero fuera uno de los lugares que engendró la Universidad salmantina, una de las más antiguas de Europa.

Universidad de Salamanca

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Visita a la Universidad de Salamanca

Visitar la Universidad de Salamanca es un primer paso para disipar las nieblas e invocar la luz. Su fachada es considerada como la obra cumbre del plateresco. Un universo de filigranas donde, no importa cuántas veces se visite, siempre merece la pena invertir un rato en buscar nuevas lecturas. Quedan, sin embargo, rincones por los que se cuela la superstición en esta entrada al templo del conocimiento. Entre sus miles de figurillas se ha hecho especialmente famosa una rana que, cuentan, asegura el aprobado de los exámenes al estudiante que la encuentre.

Contemplamos la fachada situados junto al monumento de uno de sus mejores maestros, fray Luis de León. La cultura popular le atribuye haber dicho «como decíamos ayer» al retomar sus clases en 1576, tras cuatro años de presidio. La misma frase que podría haber utilizado Unamuno cuando recuperó el rectorado de esta misma Universidad en 1931. Otras vicisitudes de profesores y alumnos históricos se pueden descubrir en sus sobrios interiores. Para interiores universitarios fastuosos es mejor dirigirse a la sede de la Universidad Pontificia, donde los jesuitas, en el siglo XVIII, hicieron un derroche de medios en un recinto de 7000 m2.

El convento dominico de San Esteban da la bienvenida con una fachada que rivaliza con la universitaria por el título de obra cumbre del plateresco. El claustro de este complejo gótico-renacentista de los siglos XVI y XVII justifica un viaje a Salamanca. Caminando bajo sus bóvedas nervadas, que sustentan una delicada arquería, se descubren las salas capitulares o la iglesia de San Esteban, con un delirante retablo dorado de columnas salomónicas con la que se coronó su autor, José Benito de Churriguera, primero de una saga que dejó impronta en la ciudad durante un siglo. También es maravillosa su sacristía, con columnas corintias y frontones triangulares, o la escalera «al aire» que algunos pensaron era fruto de algún oscuro embrujo.

Plaza Mayor

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Un diálogo arquitectónico en la plaza mayor

Otro Churriguera, en este caso su hermano Alberto, es responsable del diseño de la Plaza Mayor –firmada por cuatro arquitectos–, que se erige como la culminación de un formato repetido en cada localidad de Castilla, pero que en ninguna alcanza tanta belleza.

A medio camino entre las hechuras barrocas y las proporciones renacentistas, la grandiosidad de su explanada central dialoga con la intimidad de los soportales, que crean un universo en miniatura especialmente cuando los ilumina el sol de invierno desde el lateral. Sobre los soportales, una impresionante colección de medallones con efigies convierte la plaza en un monumento a pasadas glorias nacionales. Pero por encima de su significado, dimensiones o belleza, este amplio espacio es ante todo un lugar donde tomar el pulso a la ciudad: conciertos, desfiles, protestas y una peculiar celebración de Nochevieja que se adelanta al resto del mundo entre abrazos de estudiantes que despiden a su segunda familia hasta el año siguiente.

Casa de las Conchas

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La Casa de las Conchas

Desde la gran plaza, la Rúa Mayor conduce a la catedral previo paso por la Casa de las Conchas, que enseña cómo un diseño sencillo y repetitivo puede convertirse en la marca de una ciudad con tanto patrimonio como esta. Este elegante palacio gótico-renacentista de reminiscencias mudéjares en su claustro muestra un bello trabajo de rejería. Sus conchas esculpidas parece que fueron una clamorosa muestra de amor del promotor del palacio a su desposada.

Catedral de Salamanca

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Vistas desde la Catedral

Las torres de la Catedral de la Asunción de la Virgen, un inconmensurable templo que ha ido ganando joyas con los siglos, son un lugar privilegiado para disfrutar de la ciudad y del propio templo. Igual que el Huerto de Calixto y Melibea –el jardín donde se dice que se encontraban los amantes de La Celestina, de Fernando Rojas–, que desde la muralla ofrece una panorámica excelente y un romántico atardecer sobre Salamanca.

Casa Lis

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Casa Lis: el pasado y el futuro

También sobre la muralla, la Casa Lis brilla con fuerza sobre su pedestal. Su aspecto ligero nada tiene que ver con los edificios tradicionales que se valen de la piedra de Villamayor: aquí rigen el cristal y el acero para engendrar un palacio modernista. La Casa Lis alberga el Museo de Art Déco y Art Nouveau, con una imponente colección de piezas llegadas de los mejores talleres de Europa, y donde sobresale una fascinante colección de muñecas de porcelana que algunos califican como la más importante del mundo. De la evolución del diseño también da una lección la sorprendente colección del Museo de la Historia de la Automoción.

La Casa Lis rompe con los viejos siglos y nos muestra el camino para acercarnos a los nuestros. Un camino que merece la pena recorrer porque, aunque Salamanca sea presa de su pasado, también lo es de un alma joven que busca luz en el futuro. La Facultad de Geografía e Historia marcó una forma de hermanar diseños modernos con la tradición, mientras que el DA2 (Domus Artium 2002) muestra el resultado de transformar una cárcel de 1930 en un centro de arte contemporáneo que expone las últimas tendencias del arte nacional e internacional.

Vanguardias más osadas y libres del pasado aparecen en el Instituto de Neurociencias o en el Palacio de Congresos, mientras que el último grito cultural se encuentra en el barrio Oeste. Aquí, cientos de fachadas y puertas de garaje sirven de lienzo para la Galería Urbana, un proyecto de un colectivo de artistas y una asociación de vecinos que se ha convertido en pieza clave para la revitalización de la zona.

Sierras de Béjar y Francia

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Siguiente parada: la Sierra de Béjar

Para adentrarse en los misterios de la provincia también sirven las nieblas del Tormes, que tomamos como referencia para viajar hacia el sur. Limitando con Cáceres, la Reserva de la Biosfera de las Sierras de Béjar y Francia es un espacio de gran riqueza hídrica y diversidad natural. Con una enorme oscilación de altitudes, muestra paisajes de alta montaña, bosques continentales templados e incluso vegas con frutales típicos de las huertas mediterráneas. Todo ello bajo la tutela de pequeñas localidades que preservan rigurosamente sus esencias arquitectónicas.

La cámara oscura del Palacio de los Duques de Béjar es la primera parada en este viaje de ciencias y supersticiones. Es la réplica de un sistema óptico del siglo XVI con el que se obtiene una panorámica completa de la villa a tiempo real. Un invento de artistas –truco de brujos– que acabó siendo una ventaja clave en torres de vigilancia.

Situada en una atalaya del palacio ducal, la cámara oscura permite otear lugares para visitar en la villa de Béjar. Uno habría de ser la muralla del siglo XIII a cuya vera aparece una peculiar estatua dedicada a los «hombres de musgo», o sea, unos guerreros cristianos que, cuenta la leyenda, se camuflaron cubriéndose con este vegetal para conquistar la villa y, a su llegada, los musulmanes huyeron despavoridos creyendo que les atacaban bestias. La muralla se asoma al barranco del río Cuerpo de Hombre, responsable de que a esta villa se la llamara el Mánchester de Castilla. Por su ribera transcurre la ruta de las fábricas textiles de Béjar, con colosos abandonados para trazar un peculiar paseo donde naturaleza e industria confluyen con un resultado sorprendentemente bello.

Candelario

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Pueblos de piedra

Basta remontar el río un puñado de kilómetros para alcanzar la bellísima localidad de Campanario. Se trata de un coqueto paraíso de roca y musgo por cuyas regaderas corren torrentes de agua que crean un estruendo, sin embargo, hipnótico y relajante. Es un buen punto de partida para asaltar las grandes cumbres de la Sierra de Béjar e incluso la moderna estación de esquí de La Covatilla. En el pueblo todo gira en torno a la matanza. Tanto, que a los lugareños se les acusa de atar a los perros con longanizas. La sorpresa salta en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, del siglo XVI, con un artesonado mudéjar en el presbiterio compuesto por 10.000 piezas de madera encajadas sin clavos. Sus 99 estrellas hacen sospechar que fuera ejecutado por artesanos musulmanes, pues dicho número es simbólico en esa cosmogonía; un bonito recordatorio de que estamos en tierras donde convivieron las tres culturas.

Hacia el este emergen los pueblos que sirvieron como último refugio de «infieles» y en ellos todavía podemos encontrar su rastro. Precisamente por eso, antes de abordarlos vale la pena visitar el Museo Judío David Melul de Béjar, que recoge la historia y costumbres de los judíos de Sefarad, el drama del edicto de expulsión, los conflictos con los conversos y la paranoia inquisitorial.

Miranda del Castañar

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Callejear por Miranda del Castañar

La Sierra de Francia es otro festival hídrico y de biodiversidad que riega tanto la cuenca del Duero como la del Tajo. La comarca se ha especializado en rutas senderistas muy sencillas que aúnan naturaleza, arte, cultura y tradición, como la de los Prodigios, los Espejos o las Raíces. Miranda del Castañar es su mejor carta de presentación, con callejones tan estrechos que los aleros de sus tejados se superponen. La muralla del siglo XIII se preserva intacta, a pesar de que sobre ella se erigieron viviendas y comercios. No hace mucho que una bodega suministraba vino a través de unas tuberías perforadas en la defensa; hoy hace de escaparate de productos regionales en un ambiente ancestral.

Mogarraz

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El arte de Mogarraz

El vecino Mogarraz se ha hecho famoso gracias a una campaña de marketing quizá involuntaria: la de llenar el pueblo de retratos de los vecinos. Por su antigua judería se pueden ver dinteles repletos de simbología que retrotraen a la época de los conversos escuchadas en el Museo de Béjar. Aquí, el museo etnográfico se asoma a costumbres serranas antiguas. Otro ejercicio de memoria lo hacen los maceteros de San Martín del Castañar, decorados con expresiones genuinamente locales. Su castillo sirve de centro de interpretación de la Reserva de la Biosfera, con un jardín que es un pintoresco cementerio y una torre de vigilancia desde la que se divisa el mirador de los miradores de esta sierra: la Peña de Francia. Desde sus 1723 m, donde en los días claros se alcanza a ver la ciudad de Salamanca, vuelven a florecer los mitos: la aparición de una imagen de la Virgen a un peregrino francés desencadenó que se construyera el que dicen es el santuario mariano a mayor altitud del mundo.

La Alberca

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Última parada: La Alberca

La Alberca cierra este viaje de leyendas charras, una localidad que ha ejercido de vanguardia de la revitalización monumental de la región. Se ubica en el corazón del parque natural de Batuecas-Sierra de Francia –aquí está la casa del parque– y es apenas la única puerta viable a su valle más aislado, las Batuecas. Ya Lope de Vega alentó mitos de salvajismo sobre esta comarca que llegaban a sus oídos. Suele ocurrir en enclaves cuyo aislamiento, igual que las nieblas del Tormes, son fuente de rumores.

En las Batuecas encuentra paz fauna esquiva como el lince y el tejón, o la que busca las aguas más puras como la nutria. También es el refugio de uno de los últimos grupos de eremitas en el Desierto de San José, un austero monasterio bautizado con ese nombre por ser un espacio de silencio y soledad, pero en el que nunca falta el agua. Más al sur, en la comarca cacereña de las Hurdes, se puede seguir persiguiendo leyendas. Un buen punto de partida sería el meandro del Melero, que cose el sur de Salamanca con el norte extremeño.