Si se sube a los minaretes de la plaza del Registán, se alcanza a ver las tres cúpulas turquesas de la mezquita Bibi Khanum, que en su día fue uno de los edificios más espectaculares del mundo islámico. Es en sus mezquitas de reflejos azules y en sus bulliciosos mercados, donde la ciudad uzbeka exhibe la relevancia que ostentó como etapa en la Ruta de la Seda y antigua capital del imperio de Tamerlán.
Tamerlán, tras convertir la ciudad en capital de su imperio en 1370, hizo que recuperara el esplendor perdido después de ser arrasada por Gengis Khan en 1220. Tras 35 años de trabajos, la ciudad floreció en los ámbitos artístico, económico y comercial.
A ambos lados del Registán, se alzan las tres madrasas, un conjunto que adquirió el aspecto actual en el siglo XVI, aunque la primera piedra la puso Ulug Beg. La primera madrasa se empezó a erigir hacia 1417 junto a caravasares, alojamientos, una mezquita y un hamam. Un siglo después, el gobernador Yalangtush convirtió la plaza del Registán en una obra maestra de la arquitectura islámica con la construcción de dos nuevas madrasas: la de Sher Dor (1636), casi simétrica a la de Ulug Beg y la de Tillya Kari (1660), la única sin minaretes pero con una mezquita en su interior que, siglos después, acabaría siendo un punto de referencia en la ciudad.
Alrededor del Registán se extienden las mahallas, los barrios residenciales populares, y los bazares, un espectáculo de colores, sonidos y sabores.
Otro de los lugares que merece la pena visitar en Samarcanda es Shah-i-Zinda, el Mausoleo del Rey Viviente, una necrópolis de la dinastía timúrida donde yacen enterrados familiares de Tamerlán y algunos santos sufís.