La mies y la cepa comparten el plano en Castilla-La Mancha en un paisaje donde el verde y el rubio del verano mutan en los tonos ocres del otoño. Curtidos por el viento, los campos de cereal y la vid aguantan los años bajo la atenta mirada de sus legendarios molinos, testigos del paso del tiempo y ahora cronistas del pasado, que salpican las lomas de toda la comunidad y desde donde ejercen de vigías. Testigos silenciosos de una historia que se forja entre relatos de agricultores y de viñadores, pero que el siglo XXI reivindica a través del viento fresco que agita los cuatro costados de la comunidad desde el vino y desde la mesa, convirtiendo Castilla-La Mancha en un nuevo paraíso Michelin.
De los molinos de Campo de Criptana a los de Alcázar de San Juan, pasando por Herencia, todos ellos en la provincia de Ciudad Real, a los molinos de Consuegra y de Tembleque, ya en Toledo, el despliegue de estos tótems quijotescos sirve como acicate para ponerse en una ruta que alterna historia, enología y paradas gastronómicas que han dado una vuelta de tuerca al recetario clásico.
Destino Michelin
La caza, el cereal y una férrea resistencia ovina pueblan el recetario de pastores y gañanes (no es una ofensa, es el nombre del labriego en Castilla-La Mancha) donde platos tan icónicos como morteruelo, atascaburras, migas y gachas han nutrido a generaciones con la contundencia necesaria de estos platos. Ahora, bajo la batuta de la alta cocina, chefs como Carlos Maldonado en el restaurante Raíces (Talavera de la Reina, Toledo), Jesús Segura con Trivio (en la boyante Cuenca) o Fran Martínez en Maralba (Almansa, Albacete) recogen los mimbres gastronómicos de su entorno para adaptar los sabores de esta tierra al siglo XXI como prueba fehaciente de que Castilla-La Mancha está para comérsela. Y la guía Michelin lo sabe.