En la esquina de la calle Santa María con la calle Pelota, en Bilbao, una pequeña hucha llama la atención de todo aquel que pasea por el Casco Viejo. Se trata de una imagen en miniatura recientemente restaurada de la Virgen de Begoña con una ranura donde los txikiteros vaciaban lo que les sobraba del bote tras haberse ido de vinos durante aquella época en la que afterwork y networking no eran tecnicismos modernos. La costumbre aún sobrevive gracias al poteo, esa maravillosa costumbre de irse de vinos (con pintxo, claro) que precede toda comilona o cena en la capital vizcaína y que con el tiempo se ha sofisticado convirtiéndose casi en una liturgia ineludible en toda visita a esta ciudad.
Pero volviendo al txikiteo; la gasolina y causa de toda ebriedad era el txakolí, principalmente vizcaíno, que corría a raudales por su bajo coste. Al fin y al cabo, tanto etimológicamente como culturalmente el término estaba asociado al vino de consumo casero, al etxeko ain, (lo justo para casa). Eso sí, este concepto evolucionó hasta convertirse en un producto comercializado, sobre todo por los caseríos que marcaban la disponibilidad de comida, bebida y vino excedente con un laurel en el cruce de los caminos. De ahí a los bares y a las leyes proteccionistas que, sobre todo a principios del siglo xx, obligaban a las tabernas vender primero todo el cupo de txakolí antes de abrirse a otras referencias.
Tanto los usos y costumbres como esa discriminación positiva ha hecho que, incluso en nuestros días, se asocie el txakolí a una liturgia de tapeo y a un chispazo de vino. Y sin embargo, la labor de una Denominación de Origen inquieta, unida a la pasión puesta por varios viticultores valientes está logrando que poco a poco su fama cambie. Todo ello impulsado por el enoturismo con el que se borra por completo aquella imagen de tradición anquilosada. Aquí las raíces están muy presentes, sí, pero también las ganas de elaborar vinos más modernos. Y la mezcla resulta irresistible.