No siempre lo tuvo fácil a lo largo de su carrera, pero 1890 fue un buen año para Monet. La economía comenzaba a irle bien, pudo comprar la casa de Giverny, en la que vivía desde 1883, y seguía saliendo a los campos vecinos con su caballete especial, sus colores y su parasol, para pintar la serie de los Almiares. Al año siguiente, la exposición de esos cuadros en la galería de Durand-Ruel fue un gran éxito. Es el inicio de una larga época de creatividad y de prosperidad económica.
Uno de los mejores ejemplos de aquella famosa serie de veinte lienzos que aún pertenecía a manos privadas ha sido subastado por Sotheby's en su sede de Nueva York. Era, además, la tercera vez que se veía en público. La cifra alcanzada de 110,7 millones de dólares –la última vez que se subastó fue por 2,5 millones de dólares, en 1986– está a años luz de los primeros comentarios cosechados por Impresión, sol naciente: “un tapiz en estado original está más elaborado que esta marina”, dijo de forma satírica el crítico Louis Leroy cuando vio expuesta la obra.
Ni Monet ni aquel crítico lo podían saber todavía, pero ese cuadro de extraña atmósfera estaba por dar nombre a uno de los movimientos artísticos más importantes del S. XIX. El impresionismo llegó como una vibrante escritura de pincel que rompió con el academicismo de la época buscando captar la inmediatez de la naturaleza.
El jardín perfecto de Monet
Hay dos factores sin los cuales esa historia no habría sido posible: primero, la posibilidad de pintar al aire libre con los colores en tubos, lienzos de gran tamaño e incluso caballetes ligeros con patas que se podían clavar en el suelo. Y segundo, el tren. Sin él, los pintores impresionistas no habrían podido ir desde París hasta los paisajes que deseaban pintar de forma rápida y económica. Las líneas hacia Normandía partían de la estación Saint-Lazare, de la que el propio Monet hizo una de sus famosas series a pie de vía.

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"Hola, soy Monet y cada mañana abro mi ventana y veo esto"
Foto: iStock
A medio camino entre París y Honfleur, está Giverny, en la orilla del pequeño río Epte. Desde París, son actualmente poco más de una hora en tren, hasta Vernon primero, y desde allí, hay autobuses hasta el pueblo que hizo famoso Monet. Miles de turistas acuden en peregrinación hasta la Fundación de Monet como si fuera un santuario del arte. En toda visita se recorren las estancias de la casa, el famoso comedor amarillo, decorado con su colección de grabados japoneses, en el que el artista se dedicaba en cuerpo y alma a sus célebres sesiones gastronómicas, los talleres que habilitó para sus obras de gran formato y, sobre todo, el jardín, la obra de arte total de Monet: «Mi más bella obra maestra es mi jardín», como solía decir.
Los jardines de Clos Normand son apabullantes, excesivos si no fuera por su ordenada construcción. Los senderos están rodeados de parterres de flores. Hay dalias y capuchinas, pero dominan las especies exóticas -muchas de ellas, por cierto, despertaron la desconfianza de sus vecinos campesinos, que pensaban que acabarían contaminando las aguas del canal- como las glicinas de azul pálido y el iris violeta. Las matas de bambú y los nenúfares confieren una atmósfera de estilo oriental, como si fuera un edén en medio del agreste verde de Normandía.

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Giverny es sinónimo de nenúfares.
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No contento con la extensión de jardín, Monet compró a principios de los años noventa el prado vecino y lo transformó en el famoso jardín acuático de los nenúfares. Sobrecoge caminar entre los lirios y sauces llorones, buscar la luz que pintara en sus series de nenúfares, traspasar el bucólico puente japonés que hizo construir al modo de los que veía en las xilografías japonesas que coleccionaba. Hasta seis jardineros se dedicaban a cuidar del conjunto según las órdenes del propio pintor, uno de ellos estaba especializado en las especies del estanque.
En Giverny, Monet se hizo con alguna que otra propiedad más, entre ellas la Casa Azul, cuyo jardín era ideal para las verduras y frutas que usaba en complejas recetas que coleccionaba. Esta otra casa, captada en lienzo por su discípulo, el pintor de origen californiano, Guy Rose, es ahora el sueño de cualquier amante del impresionismo desde que se puede alquilar en la plataforma HomeAway. Son 200 m2 en dos plantas totalmente reformadas manteniendo la esencia original.

Almiares en Normandía
Los almiares de Normandía tal y como lucen en la actualidad.
Siguiendo la calle principal de Giverny, que como no podía ser de otro modo lleva el nombre del pintor, se encuentra el Musée des Impressionnismes, abierto desde 2009. El mismo ticket vale para la doble visita. Es imposible perderse: el pueblo gira alrededor de ambos museos. Hacia las últimas casas, aparece el ábside románico de la iglesia de Sainte-Radegonde. Algo más arriba, el cementerio del pueblo, donde está la tumba familiar. Allí descansan los restos de Monet. Cuentan que en el entierro, una tela negra cubría el féretro hasta que su amigo Georges Clemenceau lo retiró diciendo: “nada negro sobre Monet”.
Normandía, cuna del impresionismo
No solo Giverny, playas cambiantes por la fuerte marea, acantilados, bosques, campos y los estuarios del Sena son los paisajes incomparables de Normandía que atrajeron a tantos artistas. Hablar de impresionismo es hacerlo de esta región próxima a París en la que destaca su luz. Por allí pasaron todos los miembros de esta corriente pictórica, atraídos por la luz extraordinaria que querían captar en sus lienzos. En El Havre, está el Museo de Arte Moderno André Malraux (MuMa), que alberga las obras de los artistas más grandes de esta escuela.

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Normandía fue la segunda patria de Monet —la primera fue París—. Ahí están pueblos como Trouville donde practicó la técnica de la pintura al aire libre, y Honfleur, cerca de donde pintó el cabo de La Hève con la marea baja. La playa y el mar eran sus elementos favoritos. Los reprodujo de forma incansable. No así a su paso por Rouen, donde prefirió su catedral, uno de los grandes hitos del medioevo francés.
Otro elemento paisajístico son los acantilados de la espectacular costa de Alabastro, que entusiasmaron a Monet por cómo incidían en ellos la luz, la espuma del mar y las sombras, además de permitirle puntos de vista novedosos para sus cuadros. En cualquier paseo actual por Étretat, aún son evidentes las referencias impresionistas, como si más que un pueblo turístico fuera una lección de arte. Monet pasó el invierno de 1868 alojado en el hotel Blanquet, inmortalizando en medio centenar de lienzos los famosos acantilados de la costa. Entonces no podía imaginar que sus cuadros acabarían batiendo récords en las subastas de arte.