El primer pueblo abandonado que visitó Sergio del Molino en su vida fue Ruesta. La anécdota aparece en su ensayo La España vacía (abril 2016), donde explica que por aquel entonces en la entrada había unos carteles oxidados que advertían del peligro de andar por allí. Un aviso optimista, escribe, porque aquello “presuponía que quedaba algo en el pueblo que aún podía caerse”. En aquella visita, Sergio del Molino era un chaval menor de edad que mientras paseaba entre cascotes y maleza creía distinguir a Burt Lancaster interpretando la versión cinéfila de El Gatopardo de Visconti que había visto hacía poco: puro aire romántico para una escena de lo más rural.
Sin embargo, siempre hay algo más que se puede caer y, con el paso del tiempo, aquel derrumbe y aquella ruina en Ruesta no dejaron de empeorar. Como escribió Diderot, todo perece y solo el tiempo sigue adelante. Y en ese seguir adelante, en ese ir desvaneciéndose todo, como explicó el francés, está la clave de la fascinación que sentimos ante una ruina.
“Aquí hay una memoria en suspensión, una especie de aire denso, de niebla posada”, cuenta el arquitecto Sergio Sebastián Franco (1976) a este cronista mientras pasean por las ruinas de Ruesta y sus alrededores y suenan los pájaros con esa calidad diáfana que solo ya hay en algunos lugares de esa España que se ha dado en llamar vacía (o vaciada). Sergio Sebastián conoce bien las ruinas de Ruesta. La firma de arquitectura que lidera (Sebastián Arquitectos) lleva desde el 2017 realizando una serie de actuaciones allí y en diversas obras de restauración para recuperar el trazado del Camino de Santiago Francés a su paso por el entorno de Yesa, por encargo de la Confederación Hidrográfica del Ebro y del Gobierno de Aragón. Las intervenciones realizadas hasta ahora han sido distinguidas recientemente con el Premio Hispania Nostra 2021 y se han convertido en un modelo para diversos congresos sobre despoblación y patrimonio en riesgo.