
La conclusión en tu libro es clara: la genialidad y la locura van siempre de la mano. ¿Cuál de ellas te llevó a escribirlo?
Mi tesis en el libro, y la de todos los expertos, es que, si tienes un trastorno mental grave, no puedes crear. Para ser artista no tienes que estar loco, lo que pasa es que la gente con trastornos mentales y la gente con creatividad somos primos hermanos. Tenemos la cabeza cableada de manera distinta a la mayoría de la gente, como dicen los neurocientíficos, y hay unos ciertos fallos en las conexiones de las neuronas. Quizás la diferencia entre los que somos creativos y los que tienen trastornos mentales graves sea solo cuantitativa, no cualitativa. A mí me llevó a escribir el libro, evidentemente, no la locura sino esta cabeza un poco rara y distinta en sus conexiones.
A caballo entre el ensayo y la ficción, te sirves de tu propia experiencia personal (y de un buen puñado de episodios de tu infancia), de la vida (y curiosidades) de grandes creadores que escandalizaron al mundo y de la rigurosidad científica de la neurociencia. ¿Para…?
Para intentar responderme a unas preguntas que me habían estado atormentando toda mi vida. La primera frase del libro es: “Siempre supe que había algo que no funcionaba bien dentro de mi cabeza”. Esa fue una cuestión que me estuvo punzando. ¿Qué me pasa? ¿Por qué tengo una cabeza distinta a la de la gente de mi entorno? ¿Por qué la tengo llena de imaginaciones y de chisporroteos imaginarios? Y esa pregunta se hizo más álgida cuando, a los 16 años, tuve mi primera crisis de pánico. La pregunta ya pasaba a ser crítica, porque pensaba que estaba loca y necesitaba contestarme para poder colocar las cosas, para poder sobrevivir de alguna manera. Es una pregunta que me he estado haciendo toda la vida. Por qué los novelistas sentimos esa necesidad de sentarnos en una esquina de nuestra casa, a solas, durante años, a inventar mentiras, que es una actividad estrafalaria. Ahora, después de mucho reflexionar, de leer mucho y analizar muchas vidas de otros autores y de analizar mi propia cabeza como el entomólogo analiza a un escarabajo, he llegado a responderme. Y eso ha sido una epifanía y muy liberador.
Uno viaja con todo lo que es. En mi caso, una persona que siempre ha sabido que había algo que no funcionaba bien dentro de su cabeza.
En El peligro de estar cuerda reivindicas, sobre todas las cosas, el valor de ser diferente. Lo defiendes a ultranza y hasta propones que alimentemos la chispa creativa…
¡Claro que lo reivindico! Lo que está claro es que la normalidad no existe. Lo que existe es la rareza, las diversas rarezas. Hay unos que son más raros que otros, pero todo somos raros y eso es lo que es normal. Y esto no solo lo digo yo. En 2018, la Universidad de Yale, en Estados Unidos, que es una de las más importantes del mundo, hizo una investigación que demostraba que lo que llamamos “normal” no es más que una construcción estadística. No hay absolutamente nadie en el mundo que atine con la media en todos los parámetros de su vida. Todos somos divergentes en algo. Lo normal es ser raro y lo que tenemos que buscar es nuestra propia manada de raros, esos que se parezcan a nosotros.
Con los destinos y las experiencias que elegimos cuando viajamos también mostramos nuestra “locura” y “cordura”. ¿A qué te sientes más cercana como viajera?
Uno viaja con todo lo que es. En mi caso, una persona que siempre ha sabido que había algo que no funcionaba bien dentro de su cabeza. En todo lo que hago y también en mis viajes, estoy un poquito más cerca de la frontera con la oscuridad. Pero, vamos, sin dramatizar [risas]. Somos muchos, al menos un 15%, y quizá probablemente más.

El Polo Norte es el destino más fascinante al que ha llegado la autora.
Foto: Istock
¿Cómo de grande es tu deseo de conocer mundo?
Toda la vida he tenido una pasión por el viaje absolutamente total. De hecho, vengo de un tiempo en que no se viajaba. Mi primer vuelo en avión lo hice con 20 años y fue a las Islas Canarias. Y la primera vez que salí fue a Francia. Me encantaba viajar, tenía el deseo de hacerlo por todo el mundo para conocerlo. Una de las cosas que me hizo hacerme periodista fue esa ansia, porque pensé que sería una profesión que me ayudaría a viajar y es verdad. He viajado a todas partes y lo que pasa es que ahora llevo años, décadas, viajando muchísimo por trabajo. Por festivales, por promoción de mis libros… Y de eso estoy harta. Estoy cansada de volar y me parece que estamos contaminando el planeta de una manera brutal. Estoy harta de irme al otro lado del Atlántico, estarme tres días y volverme. Antes del Covid, me pasaba dos tercios de cada año fuera, con una maleta de aquí para allá. De ese tipo de viajes, por trabajo, estoy verdaderamente harta.
¿Qué tipo de experiencias prefieres?
Me gustan muchísimo los viajes no organizados, a ver, no la cosa esa loca total de llegar al destino sin un solo hotel. Cuando llegas, está muy bien tener un hotel para descansar, pero luego ya que vaya surgiendo todo, ir haciendo el camino del viaje… Me encantan los viajes a la naturaleza y también al frío. Me gusta lo nórdico, tengo una parte de alma celta.
COORDENADAS VIAJERAS
Rosa Montero
Tocan nuestros cuatro puntos cardinales. Con Madrid como centro, ¿a dónde nos llevas si vamos al norte?
A Islandia. He estado un par de veces y es el país más bello del mundo. Me parece extraordinario.
¿Qué destino eliges mirando al sur?
Me encantaría ir antes de morirme a la Antártida, lo que pasa es que es muy difícil llegar, pero me gustaría muchísimo.
¿Y si vamos al este?
Quisiera volver a Japón, que también he estado un par de veces, pero muy poco tiempo y la verdad es que me parece una cultura interesantísima y fascinante, y me gustaría estar más tiempo y viajar más por el país.
Toca el oeste…
Canadá, de todas, todas. Es un país que me encanta, sobre todo, el oeste. No solo Vancouver, que es una ciudad preciosa, muy lluviosa; sino también Victoria, toda esa costa, que es bellísima, con ballenas increíbles y también toda la zona de las montañas rocosas, que es una geografía maravillosa y con unas rutas por las montañas increíbles.
Como escritora, ¿cuál es el lugar más fascinante (físico o emocional) al que te ha llevado una de tus novelas?
Las novelas son un viaje al otro. Ser novelista es viajar al otro, y ese es el viaje más fascinante de todos: el meterte en la cabeza de otra persona y vivir dentro. Además, el novelista maduro es aquel que tiene la humildad de dejarse contar la historia por sus personajes, es decir, que haces el viaje completo. Algunos de mis viajes a esos personajes han sido realmente muy emocionantes. Me encanta el largo viaje que he hecho y sigo haciendo con mi Bruna Husky, la protagonista de tres de mis novelas, y voy a escribir otra: una androide, porque es ciencia-ficción, dentro de 100 años, en 2109. Aunque es una androide de combate, reciclada como detective después, y yo no tengo nada de eso, en el fondo me siento como muy identificada con ella.
¿Y el viaje más fascinante que has hecho en tu vida?
Al Polo Norte, donde fui con Chema Conesa, fotógrafo de El País, a hacer un reportaje y estuvimos tres semanas de mayo, a menos 35 grados de temperatura, casi con 24 horas de sol. Fue absolutamente extraordinario. Cuando no había viento, caminabas con el sol en una nube de diamantes porque, al exhalar, el aliento se te congelaba y, entonces, chisporrotea todo en esa nube de tu propio aliento congelado. Me encantan las partes nórdicas y frías.

Canadá está en la agenda viajera de Rosa Montero.
Foto: Istock
¿Qué no puede faltar en tu equipaje?
Por desgracia, ahora, lo único que no pueden faltar son los cables de todas las cosas que llevamos: del teléfono, del iPad… ¡Los malditos cables! Que somos un “cablerío”.
¿“Gastas” alguna manía viajera?
No me gustan los barcos, porque me mareo y me da miedo el mar. ¡No me encontrarías jamás haciendo un crucero!
¿Cuál es el souvenir más apreciado de cuantos tienes en casa?
¡Tengo montones y me gustan muchísimo! Por ejemplo, tengo un cuchillo de los inuit que me traje de aquel viaje al Polo Norte.
Comer y conocer mundo es todo uno. ¿Un plato que no olvidas, así pasen los años?
Cuando cayó Somoza en Nicaragua, yo estaba en Guatemala con unas amigas periodistas de vacaciones. No pudimos resistir la tentación y conseguimos entrar al país cuando todavía estaban en guerra y las fronteras permanecían cerradas. Fuimos con un jesuita que iba a devolver a una niña de 14 años, que había salido de la guerra, a su familia a un pueblecito camino de Managua. Viajamos por una carretera de la que a veces teníamos que salir por los cráteres de las bombas, fue muy conmovedor, y cuando llegamos a ese pueblecito donde no había nada más que coletazos de una guerra terrorífica, donde estaban muertos de hambre, nos dieron a cada uno un huevo, que era lo último que tenían. Y eso no lo olvidaré jamás, casi te lo comías llorando por lo hermosa que era su generosidad y por lo contentos que estaban de que les hubiéramos llevado a la niña.
Va la última pregunta, y no menos importante: ¿por qué viajas?
Para ser otra. Toda vida, por muy bonita que sea, es mucho más pequeña que nuestros sueños, posibilidades del ser y deseos, y viajar es una manera de salirte de ti mismo y ser otro. De vivir, aunque sea por unos momentos, el panorama de otras vidas posibles que hubieras podido tener. Mi viaje, sobre todo, es físico y exterior, pero también interior hacia esa otra posible vida que pude tener en ese país, lugar, montaña perdida, cultura o rincón del mundo.