
Desde la plaza del Mercado de Delft, caminando por la calle que va paralela a la fachada de la Nieuwe Kerk (Iglesia Nueva), se llega hasta un pequeño puerto fluvial donde un puente elevado permite cruzar hasta la otra orilla. Este es, casi con toda probabilidad, el recorrido que hizo Johannes Vermeer para pintar Vista de Delft. Observando el canal y las casas en la actualidad, es obvio que la ciudad ha cambiado radicalmente; apenas se intuyen algunas líneas formales de lo que fue el panorama urbano de la ciudad en el siglo XVII. Esa mirada desde la orilla del Hooikade, lejos de suponer una decepción, sirve como punto de partida para un viaje por el Siglo de Oro neerlandés en general, y la vida del autor de La joven de la perla en particular. En Vista de Delft está todo el periplo vital del artista: a un lado del cuadro está la Nieuwe Kerk, donde fue bautizado; al otro la Oude Kerk (Iglesia Vieja), donde fue enterrado cuarenta y tres años después.

Comparación del cuadro 'Vista de Delft' con su localización actual. Foto: Rafa Pérez
Paralelamente a la exposición que ha programado el Rijksmuseum —del 10 de febrero al 4 de junio—, en la que se pueden ver 28 de las 37 obras del pintor, esta ciudad a una hora al sur de Ámsterdam ha puesto en marcha un ambicioso programa para homenajear a su hijo más universal. El museo Prinsenhof ha recopilado, en una muestra llamada El Delft de Vermeer, más de un centenar de objetos que nos hablan de la vinculación del pintor con su ciudad natal: obras maestras de los pintores de Delft, mapas, grabados y documentos personales, entre otros. Durante estos meses temáticos se podrán adquirir productos especiales dedicados al artista, seguir el camino histórico de la cerveza, incluso probar la cerveza de edición especial De parel van Delft (La perla de Delft); también podremos ver la obra Another Vermeer del artista contemporáneo René Jacobs o la de Caroline Sikkenk en la Oude Kerk, Perlas de luz.

Escultura de La Lechera en Delft. Foto: Rafa Pérez
Pese a los siglos transcurridos, Delft sigue siendo una ciudad tranquila, con casas de ladrillo rojo que se alzan sobre una maraña de canales y ventanas carentes de cortinas que nos permiten ver, tal como hizo Vermeer, los interiores domésticos y la vida cotidiana de sus habitantes. Volviendo a Vista de Delft y sus detalles, la sensación de amplitud, la impresión de que los edificios del fondo y las nubes del cielo retroceden o ese primer plano que se acerca al observador, han llevado a hablar de las posibles herramientas ópticas que Vermeer utilizó o de las que conoció su efecto: la caja de perspectiva, la cámara oscura, el distanciómetro o, el más probable en el caso de este lienzo, el telescopio invertido. En aquellos años se estaba viviendo un cambio en el modo de ver.
Otro vecino de Delft, Antoni van Leeuwenhoek, revolucionó las observaciones microscópicas con aparatos que él mismo fabricaba. Su obsesión fue conocer lo que vemos no lo que interpretamos que vemos. No hay constancia de que estas dos mentes tan brillantes compartieran ratos de taberna, pero seguramente se conocieron. Delft era una pequeña población, de unos veinte mil habitantes, y ambos frecuentaban círculos intelectuales. Leeuwenhoek, además, acabó siendo el albacea testamentario del pintor. Incluso hay una teoría, con tantos partidarios como detractores, que dice que el modelo para las obras El astrónomo y El geógrafo fue el propio Leeuwenhoek. Los trabajos desarrollados por ambos crearon una nueva conciencia de la mirada: enseñaron al mundo a ver.

Ayuntamiento de Delft reflejado en una quesería. Foto: Rafa Pérez
En el país se daban las condiciones necesarias para el desarrollo de las cuestiones intelectuales. Era una de las naciones más avanzadas en comercio y poder militar, por lo tanto, un país rico. Su ética del trabajo había traspasado fronteras: se negociaban derechos laborales, los sueldos permitían que en las casas entrara el pescado, la carne, la fruta y las verduras frescas; la mantequilla, los huevos y el queso tampoco faltaban en la mesa. Había voluntad de pagar impuestos que revertían, entre otras cosas, en educación. La alfabetización era superior al cincuenta por ciento, la población creía que la lectura, el acceso al saber y el aprendizaje de lenguas, garantizaban un mejor autogobierno. Ni siquiera el terrible infortunio de la explosión del polvorín de la ciudad, en 1654, que acabó con la vida del pintor Carel Fabritius y con parte de su obra, pudo detener ese desarrollo intelectual.

Foto: Rafa Pérez
Pese a que hoy nadie pone en duda la genialidad de la obra de Vermeer, el artista pasó terribles estrecheces económicas: vivió parte de su vida —la correspondiente a su matrimonio— en casa de su suegra, tuvo que aplazar su cuota de entrada a la Guilda (Gremio) de San Lucas y pintaba rótulos para comercios, muebles, estufas, cajas y pasamanos. Al fallecer, su mujer entregó un par de obras para saldar la enorme deuda contraída por el pan, Vermeer apenas terminaba un par de cuadros al año y tenía muchas bocas que alimentar: tuvo quince hijos, cuatro de ellos fallecidos antes del bautizo. Pese a que murió arruinado, Bas van der Wulp, un antiguo archivista de Delft Heritage, ha encontrado una entrada en el registro de entierros de la Oude Kerk que muestra que Vermeer fue enterrado con honores, parece ser que a expensas de su suegra. Su féretro fue trasladado por catorce portadores y la campana de la iglesia sonó una vez, como en las ocasiones solemnes. En la iglesia primero se colocó una sencilla losa con el nombre del pintor y un tiempo más tarde una lápida acorde con su importancia. Ambas se pueden ver actualmente.

Interior de la Oude Kerk. Foto: Rafa Pérez
Para conocer la paleta de colores que utilizó en algunos de sus cuadros más famosos podemos visitar el Centro Vermeer, ubicado en el lugar donde estuvo la Guilda de San Lucas. Algunas de las curiosidades que llaman la atención son la descomposición del color vermeeriano en tablas de equivalencia en Pantone y la representación del uso que hacía de los hilos. Con el fin de que le indicaran las octogonales, las líneas rectas que se encontraban en el punto de fuga, el pintor disponía una suerte de “tela de araña” sobre el cuadro.

Centro Vermeer. Foto: Rafa Pérez
Tomando una cerveza en uno de los bares con vistas a la plaza del Mercado se puede adivinar la importancia del ambiente tabernario en la vida cotidiana de los habitantes de Delft. El propio padre de Vermeer regentó la taberna Mechelen en la plaza. A principios del siglo XVII, hubo censadas un centenar de fábricas de cerveza producida con el agua de los canales, razonablemente limpia gracias a una normativa municipal. Los pintores y sus posibles clientes se reunían en mesones y tabernas.
Aunque esa vida tabernaria no le era ajena a Vermeer, fue otro famoso pintor el que tuvo un mayor vínculo con estos espacios de madrugadas libertinas, altercados y ruidosas conversaciones: Jan Steen, propietario de una cervecería en Delft, fue un juerguista. Solía tocar el laúd cuando la cerveza corría en la mesa de sus amigos, entre ellos Gabriel Metsu y Frans van Mieris, y también en las aledañas, compartidas por fulleros, alcahuetas, prostitutas, pitonisas de tres al cuarto y grandes jarras de vino. Jan Steen no perdía oportunidad de brindar por la vida, lo que ocasionaba ciertos desórdenes que se vieron muy bien reflejados en sus cuadros. El caos era tal que a los hogares neerlandeses en los que reinaba cierto modo relajado de entender la vida y el desorden se les conoció como een huishouden van Jan Steen: Casas de Jan Steen.

Plaza del Mercado de Delft. Foto: Rafa Pérez
En algunos cuadros de Vermeer aparecen utensilios y azulejos de cerámica como la que identificamos con Delft, aunque aquella llegaba de mares lejanos. El origen de esa artesanía en la ciudad está, curiosamente, en imitar la que se hacía en China. Hugo Grotius, un jurista y escritor neerlandés, recibió el encargo de redactar un manifiesto que justificara las tesis de la VOC (Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales), que apuntaban que las capturas navales no eran piratería sino la defensa de sus intereses legítimos. Aquel escrito se transformó en la obra Mare Liberum (De la libertad de los mares), en la que argumentaba que todas las personas tienen derecho a comerciar, sentando las bases para declarar la libertad de comercio como un principio de ley internacional. Tras ese paso, la VOC reconoció que era mejor hacerse con la codiciada porcelana china, entre otras mercancías, a través de los canales legítimos y no asaltando a otros barcos.

Foto: Rafa Pérez
En la primera mitad del siglo XVII, los barcos neerlandeses llevaron a Europa más de tres millones de piezas. Pero como decía Wen Zhenheng en su Tratado sobre las cosas superfluas, la riqueza no era salvaguarda contra la vulgaridad. Los cargamentos que empezaron a llegar legalmente desde China, lejos de tener el refinamiento de las primeras piezas, se componían de baratijas con inscripciones que rezaban "artículo de calidad superior" o fechas falsas del siglo XV en su base. Eso no evitó que continuara subiendo la demanda y el precio, cada hogar que se preciara debía tener esa clase de cerámica en sus estantes. Así que los ceramistas de la ciudad, descendientes de artesanos italianos, se pusieron a copiar aquellas piezas que hoy podemos encontrar en las tiendas de Delft, tanto en su versión souvenir como en delicadas piezas que alcanzan precios astronómicos.

Foto: Rafa Pérez