El 26 de abril de 1986, Liudmila se levantó a la una y media de la madrugada, fue al baño y antes de volver a la cama donde dormía su esposo, el bombero Vasili Ignatenko, pasó por la cocina. Desde la ventana del salón de su apartamento de recién casados que habían decorado recientemente con papel pintado, se vio un resplandor a lo lejos, y a los pocos segundos, el ruido de una explosión como si quisiera barrerlo todo. Y, de hecho, sí barrió con todo. Acababa de explotar el reactor de la central nuclear Vladímir Ilich Lenin: estaba teniendo lugar la mayor catástrofe nuclear de la historia.
Vasili era bombero en Chernóbil y aquella misma noche le tocó acudir a la central nuclear: “Hay un incendio — le dijo a Liudmila —. Volveré pronto”, pero ya nunca volvió, porque nadie sabe cuando será la última vez que vea a un ser querido por mucho que se despida con un hasta luego.
Aquellos fatídicos días, el planeta se asomó al precipicio. Se había alcanzado lo nunca visto: el equivalente a 500 bombas de Hiroshima. Ahora, la serie Chernobyl producida por HBO ha devuelto a la actualidad el accidente, tal vez porque, como dijo la Nobel Svetlana Alexiévich, “Chernóbil es un enigma que aún debemos descifrar. Un signo que no sabemos leer”. Por eso hay que seguir volviendo a Chernóbil, aunque algunos se lo tomen literalmente y pisen territorio contaminado en tours turísticos.