Suele ocurrir que determinados paisajes tienen la capacidad de remitir en la mente del que los observa a un cierto tipo de imaginario colectivo. Por poner algunos ejemplos, los pintorescos pueblos de Alsacia recuerdan a los cuentos infantiles de Hans Christian Andersen, los bosques primarios de Hawái a las tierras fértiles por donde millones de años atrás pisaban los dinosaurios; las llanuras yermas de Fuerteventura a la pedregosa superficie lunar.
En Navarra, en cambio, un vistazo a sus profundos bosques enclavados entre bellos valles y grandes montañas basta para imaginar un pasado épico en que reyes, caballeros, brujas, trovadores, pastores, mercaderes, sacerdotes y demás estirpe medieval transitaban la espesa floresta que cubre gran parte del reyno. Y es que a excepción de algún escenario baldío de belleza extrema, como es el caso del desierto de las Bardenas Reales, el resto del territorio navarro está dominado por el verde más absoluto.

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