No es extraño vincular el colorido a las culturas indígenas, y menos en Centroamérica. De hecho, hasta la arquitectura colonial parece querer imitar el uso de todos los pantones posibles en las fachadas de las casas. Sin embargo, no por ello deja de sorprender que esta filosofía se transmita, también, a las lápidas de los cementerios.
En el caso de Chichicastenango, todo se explica por la predominancia de la etnia Quiché entre sus habitantes, una cultura de origen maya que le da, también, nombre a un departamento. Dicha cultura asocia un color a un tipo de muerto, de ahí que las lápidas se decoren y se pinten según la función predominante en la familia cada uno de los finados. De este modo, las tumbas de los abuelos son de color amarillo mientras que las madres es turquesa, el de las niñas es rosado y el de los niños es el celeste. Los padres, por su parte, tienen asignado el color blanco. El resultado de esta tradición, que pretende seguir vinculando el mundo de los vivos y el de los muertos, es un Cementerio General que resulta todo un caleidoscopio.