
Nadie imaginó al estrenar en 1899 el flamante faro de Rubjerg Knude que un siglo después tendría que ser reubicado de su emplazamiento original; pero a veces estas cosas ocurren, sobre todo si se construye sobre un acantilado frente al Mar del Norte, en un lugar de la península de Jutlandia de aspecto tan desértico que nadie pensaría que se trata en realidad de Dinamarca.
Construido con una altura de 23 metros, su linterna era capaz de proyectar un haz de luz hasta 42 kilómetros mar adentro. Al menos mientras la gran duna que había a sus pies no comenzó a remontar empujada por los fuertes vientos del lugar. La situación fue empeorando hasta tal punto que en 1968 su luz dejó de ser visible. Y un faro que no logra iluminar no tiene sentido, así que lo cerraron y dejó de ser operativo. Cuando las dunas casi lo habían enterrado ya, fue rescatado en 1975 para usarlo como espacio de exposiciones y cafetería. Pero luchar contra la duna era una tarea tan ardua (tal vez, incluso, imposible) que decidieron abandonarlo en 2002.
Para entonces su historia conmovió a Dinamarca entera, que veía en el faro un símbolo patrio. Así que se volcaron en salvar la torre del antiguo faro. En octubre de 2019, cuando apenas unos metros lo separaban de caer al mar, un grupo de ingenieros desplegó un complejo sistema de raíles hidráulicos para moverlo 70 metros tierra adentro. Tardaron unas seis horas, a 12 metros por hora de velocidad media. Quedó a salvo de la duna y del mar… Al menos por unas décadas. Como dice, González Macías en el Breve Atlas de los faros del fin del mundo (Ed. Menguantes), “en el mejor de los casos obsequiará con cuarenta años más de vida al viejo faro”. ¿Y luego?